martes, 8 de mayo de 2012

Picasso - Las señoritas de Aviñón

Las señoritas de Aviñón

En el verano de 1906 Picasso volvió a Barcelona con Fernande y casi inmediatamente se instalaron en el pueblecito pirenaico de Gósol. Era un lugar remoto y primi­tivo. Carecía de cualquier comodidad y, si hemos de creer lo que Fernande contaba a Apollinaire en una larga carta escrita desde allí, la alimentación resultaba deplorable. Todo indica que el artista quería encontrarse con lo ori­ginario y ancestral: siguiendo la senda trazada por los grandes héroes de la generación anterior (Van Gogh, y especialmente Gauguin), también Picasso buscaba su propio Tahití o su Bretaña particular. Por aquellas aldeas del Pirineo catalán abundan las iglesias con buenos restos románicos, un arte que siempre le fascinó y que le estimulaba ahora en el cambio de rumbo que empezaba a atisbar.
En Gósol pintó algunas figuras con rostros (cejas y ojos) limpiamente geometrizados, y un gran lienzo, El ha­rén”, que preludiaba, por su temática y composición, a Las señoritas de Aviñón”. Había en estos trabajos algo salvaje y brutal pugnando por expresarse, una extraña insinuación que se iba a hacer explícita con toda crudeza en París, du­rante el otoño de ese año y en la primera mitad de 1907.
Muy significativo fue el modo de terminar el Retrato de Gertrude Stein”, que había empezado unos meses antes: nada más volver de Gósol convirtió la cara de su modelo en una especie de máscara, claramente inspirada en las es­culturas ibéricas. Es evidente el contraste entre el trata­miento suelto (todavía «rosa») de casi todo el cuadro, y la superficie pastosa, densa (casi esculpida con el pincel), de ese rostro inexpresivo y enigmático. Nada más opuesto a la complacencia con los modelos que se espera de cual­quier retratista tradicional. Pero pensemos en otra posibi­lidad: Stein, en alemán, significa piedra. ¿Jugó Picasso con la idea de hacer un retrato-emblema, una más en la larga serie de alegorías que jalonan su carrera?
Estaba a punto de ejecutar Las señoritas de Aviñón, no lo olvidemos, que sí es una de las composiciones moralizadoras más importantes de toda la historia de la pintura universal. Para entender su génesis y significado conviene recordar algunas anécdotas de esos primeros meses de 1907. A principios de marzo Picasso compró a Géry Piéret, secretario de Apollinaire, dos pequeñas esculturas ibé­ricas que habían sido sustraídas del Museo del Louvre. Es éste un episodio oscuro, pues no sabemos si el artista es­pañol ignoraba la procedencia ilícita de su adquisición. En cualquier caso, es evidente que estaba fascinado por la simplicidad ancestral de estas manifestaciones artísticas. ¿Se vio Picasso a sí mismo como un nuevo artista «ibéri­co», heredero legítimo de sus remotos compatriotas penin­sulares? Casi por las mismas fechas recibió la influencia de las máscaras africanas y oceánicas.
Estas cosas estaban presentes en el ánimo de Picasso pero no tenían por qué conducir, necesariamente, a Las señoritas de Armón, ese cuadro revolucionario en el que trabajó febrilmente desde finales de abril a principios de julio de 1907. Los primeros bocetos mostraban una curio­sa escena de burdel: rodeados de mujeres desnudas había dos marineros; uno de ellos parecía entrar en la estancia con una calavera en la mano. Se diría que estaba conci­biendo una especie de «memento mori» en la tradición ba­rroca, con la irrupción súbita de la muerte en el lugar del placer. No es imposible que Pablo estuviera evocando de nuevo a su amigo Casagemas, y a sus vanos intentos por hacerle olvidar el infortunio amoroso mediante sus visitas a los burdeles de Málaga y Barcelona.
En el cuadro final quedaron las cinco mujeres de algu­nos estudios preliminares pero desaparecieron los «Clien­tes» masculinos. Las dos figuras centrales, con sus postu­ras insinuantes, miran fijamente al espectador, como si quisieran dejar muy claro quién es, y dónde está, ese voyeur deseante que Picasso incorporó a sus obras en tantas otras ocasiones. Seguía en esto la senda de Manet, cuya Olimpia había escandalizado a la buena sociedad burgue­sa decimonónica por convertir a los espectadores del cua­dro en solicitantes implícitos de la prostituta que aparecía ante sus ojos. Estas dos mujeres, por cierto, parecen bas­tante clásicas comparadas con las demás, y muestran bien la persistente influencia del arte ibérico.
A la izquierda hay otra mujer de perfil que parece en­trar en la estancia mientras levanta una cortina con su brazo extendido. Eso mismo está haciendo, en sentido contrario, la figura superior derecha, y es en este momen­to, al abrirse el telón, cuando la quinta mujer, sentada de espaldas, vuelve violentamente su rostro hacia el especta­dor. Se trata, pues, de un tableau vivant de burdel, semi­teatral. Un súbito desvelamiento de algo «apetitoso», como lo sugiere la mesa con frutas del vértice inferior, en primer plano. Doble metáfora, pues, de la vehemente irrupción del placer carnal y del placer de la mirada, del cuadro erótico y del pintado por el artista.
La influencia de la escultura africana ha sido señalada en numerosas ocasiones, y es muy evidente en la mujer de la izquierda y en los rostros de las dos mujeres de la dere­cha. Las pinceladas, violentísimas, muestran lo mucho que se alejaba Picasso de sus etapas anteriores. En tres de estos cinco rostros vemos un artificio de interesantes con­secuencias posteriores: los ojos están de frente y las nari­ces de perfil. No es ésta, pues, una estilización de la mira­da fotográfica sino algo distinto, más conceptual: las cosas aparecen disociadas para satisfacer una exigencia de la mente. La idea del cuadro como una totalidad unitaria, vigente en el arte europeo desde el Renacimiento italiano, cede el puesto a una visión del mundo con muchos puntos de vista, fragmentada.
Las “Señoritas de Aviñón” reforzaba esta sensación me­diante un descoyuntamiento general de los cuerpos, pero también del espacio circundante. Una maraña de líneas rectas y ángulos agudos hace que la composición pueda entenderse como una malla de triángulos irregulares. Las masas de color se distribuyen de modo aleatorio: no son tintas planas pero tampoco modelan los cuerpos, al estilo académico. Todo esto acarrea la impresión de hallarnos más ante un bajorrelieve que ante la ventana ideal de los renacentistas, abierta al espacio infinito.
Picasso dejó de trabajar en este cuadro a principios de julio de 1907, y aunque no fue exhibido en público hasta 1916 (en ese momento André Salmón le dio el título, alu­diendo a un prostíbulo de la calle barcelonesa de Avinyó), muchos de sus amigos acudieron ansiosamente al estudio para verlo y comentarlo. Quedaron estupefactos, y no fal­tó quien pensó en un lamentable ataque de locura. ¿Se colgaría Pablo delante de su «obra maestra fallida», como los pintores fracasados descritos en las novelas de Zola y de Balzac?
Nada más lejos de la realidad. Es cierto que el salto ha­bía sido demasiado grande, y el mismo Picasso necesitó un tiempo para sacar todas las consecuencias que se deri­vaban de su hallazgo. Pero casi inmediatamente aparecie­ron imitadores de esta pintura revolucionaria. Georges Braque fue el más importante de todos ellos: su amistad durante unos años con el artista español fue tan cerrada, y tan estrechos los contactos artísticos entre ambos, que no es posible atribuir el desarrollo del cubismo a ninguno de los dos en solitario.

El harén

Retrato de Gertrude Stein

Las señoritas de Aviñòn

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