martes, 8 de mayo de 2012

Picasso - Etapa Rosa (1904-1906)

La felicidad «rosa» del Bateau-Lavoir

La transición hacia el color rosa fue (como siempre tra­tándose de Picasso) bastante brusca, y vino acompañada por algunos interesantes cambios biográficos. En la pri­mavera de 1904 se instaló definitivamente en París. Ha­bía residido durante los últimos años entre esta ciudad y Barcelona, con breves periodos en otros lugares (Madrid, Málaga, Horta...). Lo importante es que ninguna ciudad concreta de su país natal volverá a ser para él un punto de referencia ideal: Pablo Picasso (ya no emplea el apellido paterno) será en lo sucesivo un pintor «español» en París, sin la inevitable referencia local (catalana) que había veni­do teniendo hasta entonces.
Seguía, de momento, rodeado de compatriotas. Uno de ellos, el pintor Paco Durio, le traspasó un estudio en el ba­rrio de Montmartre: número 13 de la Rué Ravignan. Se trataba de un ático destartalado en un inmueble de made­ra, sin ninguna comodidad. El frío invernal era casi impo­sible de combatir, y cuando soplaba el viento las tablas chirriaban, como si todo se fuera, de un momento a otro, a deshacer. Pero los camaradas del lugar iban a ser inme­jorables: a los amigos españoles como Ricardo Canals, Manolo Hugué y Ramón Pichot se sumarán pronto otras figuras importantes de la cultura francesa de vanguardia: el poeta Max Jacob, en primer lugar; él bautizó el edificio donde vivía y trabajaba Picasso con el nombre de Bateau-Lavoir (barco lavadero, una alusión a las barcazas de ese tipo que había en el Sena), y le favoreció los contactos con André Salmón (que llegó a vivir en el mismo inmueble) y con Guillaume Apollinaire.
Las compañías femeninas, en cambio, las conseguía Pa­blo fácilmente, sin ninguna ayuda exterior: en el verano de ese año mantuvo relaciones con una muchacha llama­da Madeleine, la cual le sirvió de modelo para algunas obras de su nueva etapa, y ya en el otoño se encontró con Fernande Olivier. Esta joven «liberada», alta y elegante, que trabajaba como modelo para muchos artistas de Montmartre, habría de ser su pareja oficial durante los próximos siete años. Ella ejerció un benéfico papel estabi­lizador en la vida de Pablo, tan propenso siempre a la tur­bulencia y al exceso. Fernande acabó con su melancólica tristeza adolescente, lo cual se notó inmediatamente en las pinturas de la etapa rosa. También es difícil imaginar, sin la presencia de esta mujer, la serenidad y reflexión reque­ridas por las investigaciones del cubismo analítico, como veremos más adelante.
Esta nueva secuencia en la carrera de Picasso posee un claro acento optimista, positivo: ahora pinta maternida­des (mujeres y niños) y hermosos desnudos. Algunos de estos últimos poseen un voyeur incorporado, como si se tratara de un doble imaginario del espectador. En la acua­rela conocida con el nombre de Contemplación” (1904) hay un autorretrato del pintor, sentado, observando a una fi­gura femenina semidesnuda que duerme confiadamente sobre un modesto lecho. Este magnífico apunte autobio­gráfico tiene su importancia porque inaugura en nuestro artista la tendencia a desvelar con su arte retazos de su propia intimidad. Picasso conmueve siempre porque abrió de par en par, no sólo las puertas de su alma, sino las urgencias de su cuerpo: como un antiguo monarca ab­soluto, también él decidió exhibir, ante todos los especta­dores-súbditos, sus más íntimos secretos de alcoba.
No es Picasso, ciertamente, el hombre con un bebé que mira atentamente a la magnífica mujer desnuda que se lava y se peina en el cuadro La familia del Arlequín” (1905), pero sí es su «alter ego» metafórico, y también, por extensión, el de cualquier espectador. He aquí a una familia feliz: la mujer se gusta a sí misma, y el hombre la desea mientras sostiene en brazos al fruto de su relación. ¿Cómo no ver ahí el trasunto idealizado de su propia vida? Faltaba el hijo, anhelado infructuosamente, al pare­cer, por Fernande y Pablo. Sólo más tarde, con otras mu­jeres, lograría el artista la descendencia biológica que no pudo darle su amante de Montmartre.
Sabemos además que el mundo de los arlequines, acró­batas, payasos y saltimbanquis, ejercía una intensa fasci­nación sobre todo el grupo del Bateau-Lavoir. Muy cerca, en las faldas de Montmartre, estaba el circo Médrano y a él acudían todos ellos casi a diario. Aquellos jóvenes poe­tas y pintores mantuvieron una relación íntima y constan­te con los nómadas circenses, y es de suponer que llegaran a idealizar sus condiciones de vida y de trabajo. Pablo Pi­casso debió ver el circo como una metáfora del universo del arte: allí se representan los sentimientos y pasiones pero nada de eso es necesariamente «la verdad»; sus acto­res, errantes y desarraigados, al margen de los valores burgueses, podían encarnar bien su ideal de la libertad. No es extraño que los pintara una y otra vez, solitarios o en grupo, en actitudes muy variadas.
Picasso parece haber buscado expresamente la dificul­tad. Los tonos predominantes son cálidos, como en los otros trabajos coetáneos, pero los numerosos bocetos pre­paratorios muestran su deseo de hacer algo distinto que rompiera con sus propias fórmulas. En los primeros cua­dros de la época rosa había continuado ofreciendo una bo­nita galería de seres estilizados, deudores todavía (aunque con otro espíritu) de la estética del art nouveau y de la in­fluencia de El Greco que se apreciaba en la época azul. En el lienzo conocido con el nombre de Familia de saltimban­quis” (1905), en cambio, se esforzó por que las figuras, mu­cho más rechonchas, no expresaran sentimiento alguno. Cada uno de los personajes mira hacia un lugar diferente y ninguno parece dirigirse al espectador. No hay pinceladas largas sino borrones de color casi plano aunque de contor­nos imprecisos. Las viejas influencias de Van Gogh y Toulouse Lautrec son sustituidas por la frialdad de Cézanne.
Picasso luchaba ya, claramente, contra las adherencias emocionales del simbolismo finisecular. La pintura empe­zaba a ser un asunto «intelectual». Esto se intensificó cuando empezó a imitar algunos aspectos de ciertos pinto­res renacentistas como Piero della Francesca. Hay cua­dros de fines de 1905 y de 1906 donde vemos grupos hu­manos con sólidas figuras de frente y de perfil, como for­mando disposiciones prismáticas imaginarias (“Las tres holandesas”, “El aseo”, “Muchacho desnudo”, etc.). Nuevas in­quietudes estaban conquistando su espíritu. Picasso no lo podía saber entonces pero se estaba preparando para uno de los saltos artísticos más trascendentales de la historia de la pintura universal.


El aseo



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