miércoles, 9 de mayo de 2012

Picasso - Últimos tiempos


Apoteosis del pintor-mirón

En 1945, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Picasso tenía unos 64 años. Con el armisticio se iniciaba para él una larga y productiva vejez, de casi tres décadas, durante las cuales produjo un número incalculable de obras artísticas, experimentó con otros procedimientos plásticos (cerámica, grabados con técnicas insólitas, mo­numentos urbanos...), disfrutó de nuevos amores y volvió a gozar de las satisfacciones de la paternidad con los dos hijos que le dio Francoise Gillot.
Ésta era una hermosa y joven pintora en 1943, cuando la conoció, aunque no empezaron a convivir hasta 1946. Parece que Picasso fue feliz con ella durante unos años, a pesar de que ambos amantes poseían personalidades muy diferentes. Los niños Claude y Paloma alegraron los días de aquella celebridad artística y lo humanizaron también, contribuyendo a que no perdiera el contacto con las fuer­zas instintivas primordiales de la naturaleza. Pero Francoise no soportaba la tremenda presión que suponía vivir con un genio de tan poderosa proyección pública. Tampo­co pareció comprender bien las motivaciones íntimas, la mentalidad y el peculiar talento de su compañero, o al menos eso es lo que se deduce de un polémico libro que publicó en 1964 con la colaboración del periodista Carl-ton Lake: Life with Picasso.
Todo esto no es tan importante para la historia del arte, desde luego, como el trabajo desplegado, que siguió sien­do realmente considerable, y no pareció verse afectado por las turbulencias afectivas. Cambiaban las modelos, pero la obra siguió fluyendo como un torrente inagotable. En 1954, muy poco después de que la relación con Fran­coise Gillot se terminara definitivamente, inició su convi­vencia con la joven divorciada Jacqueline Roque, la cual otorgó afecto y pasión a Picasso durante los últimos vein­te años de su vida. También supo crear a su alrededor una sutil muralla protectora, defendiéndolo de la curiosidad más o menos morbosa de los innumerables admiradores, periodistas, mitómanos o estudiosos que anhelaban ver o hablar con «el genio artístico más importante del siglo XX». Parece que Jacqueline se tomó su papel de esposa de Picasso (se casaron, en efecto, el 2 de marzo de 1961) como un trabajo de significación especial que siempre de­sempeñó con alegría y con plena conciencia de su impor­tancia histórica, lo cual no impidió que surgieran algunas voces acusándola de tener secuestrado y escondido a aquel anciano venerable.
La verdad era otra: no parecía pudoroso exhibir la pa­tética decadencia física de Picasso. El viejo Minotauro se ocultaba en su laberinto con la obvia complicidad de su Ariadna particular. Sólo Jacqueline administraba con cuentagotas el limitado acceso de algunos íntimos o curio­sos al santa sanctórum del arte contemporáneo que era su casa-taller. Ni siquiera la obra de aquellos años finales fue tan conocida por el público como la que había producido en otras épocas anteriores de su vida. Debió de contar en esa ocultación una concepción algo gazmoña del pudor: Picasso se pintó a sí mismo y a su entorno sin omitir cier­tos detalles íntimos que la mayoría de la gente suele ocul­tar. Siempre había querido presentarse como un testimo­nio antropológico, un caso que habría de servir a los estudiosos para profundizar en el conocimiento de la natura­leza humana. De ahí las numerosas alusiones autobiográ­ficas que encontramos en su larga vejez.
Eso es lo que son, aunque no se note a primera vista, casi todos los homenajes que rindió a algunos grandes maestros de la historia de la pintura universal. Era lógico, en realidad, que se sintiera interesado en medirse con los gigantes artísticos del pasado. ¿Acaso no era él ya prácti­camente uno de ellos? La obsesión del Picasso tardío por reinterpretar algunos cuadros famosos no indica agota­miento creativo, como a veces se ha dicho, sino todo lo contrario: el gran iconoclasta que siempre había sido re­ventaba ahora la tradición, precisando con algunos ejem­plos arquetípicos ese trabajo de demolición genérica de la pintura tradicional que había iniciado en su juventud con Las señoritas de Aviñón.
Ese es el sentido de sus versiones de las Señoritas a la orilla del Sena, según Courbet (1950) Las mujeres de Ar­gel según Delacroix (1955), Almuerzo en el campo según Courbet (1954), el Rapto de las sabinas según David (1962), etc. No se trata simplemente de cuadros impor­tantes elegidos al azar, pues hay algo en común a la ma­yoría de estos temas: el desnudo femenino, el erotismo más o menos violento, y que Picasso exageraba en sus propias reinterpretaciones. Los ejemplos más significati­vos tienen un mirón-protagonista y éste, con mucha fre­cuencia, es el mismo pintor. Es el caso de las litografías de David y Betsabé según Lucas Cranach (1947), el Retrato de un pintor según El Greco (1950), Rembrandt y Saskia (1963) o Rafael y la Fornarina. Se diría que estos temas, vistos retrospectivamente, dibujan una alegoría del artista como un ser que disfruta mirando y que identifica esa operación con la misma apropiación amorosa. De ahí el estrecho parentesco de sus revisiones pictóricas con el tema de El pintor y la modelo, uno de los más repetidos en los años finales de su carrera.
¿No es este asunto acaso el que más le atrajo de Las me­ninas? 

Rafael et la Fornarina
Las mujeres de Argel 
Las Meninas
El rapto de las Sabinas
Desayuno en la hierba

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