miércoles, 9 de mayo de 2012

Picasso - Últimos tiempos


Apoteosis del pintor-mirón

Sabemos que, entre agosto y diciembre de 1957, encerrado en su estudio de La Californie (Carmes), hizo cincuenta y ocho cuadros, de distintos tamaños, inspira­dos en la célebre pintura de Velázquez (donados luego por el artista, como homenaje a su amigo y secretario Sabartés, al Museo Picasso de Barcelona). El primero de ellos, que es también el más grande (194 x 260 cms.), nos muestra el conjunto de la escena velazqueña en un cuadro apaisado y monocromático con una gama de grises azula­dos, blancos y negros que recuerda, salvando las distan­cias, a Guernica. Lo más interesante es el enorme papel que asume la figura de Velázquez. Lo que era casi margi­nal en el cuadro original alcanza un claro protagonismo en la versión picassiana. Poco cuentan la infanta y sus sir­vientas en primer plano, los reyes reflejados en el espejo, el aposentador que entra (o sale) por la puerta del fondo, ni la estancia, ni el perro: el verdadero protagonista es el pintor que reordena todo con su mirada, y compone (o destruye) la realidad con su pincel. El artista como mirón y demiurgo, como dios todopoderoso en el universo del arte.
Es curioso pero no incoherente que, una vez estableci­da esta especie de declaración de principios, la figura de Velázquez tienda a desaparecer (sólo se le ve, mucho más camuflado, en otros tres lienzos de conjunto). Picasso se dedica a reinterpretar fragmentos de la obra, y muy espe­cialmente a las figuras del primer plano, empleando gene­ralmente un colorido brillante, suntuoso, como si dialoga­ra también a su manera con la pintura última de Matisse. Creo que esto es muy congruente con sus más importantes descubrimientos anteriores: ¿No parecía exigir la descomposición cubista esta multiplicación casi infinita de varia­ciones sobre cualquier aspecto de la realidad?
Picasso simultaneó la ejecución de estos lienzos con la vista insistentemente repetida (hasta diez veces) de una ventana con palomas a través de la cual se ve el azul del cielo y el mar de Cannes: era su propio estudio. Para en­tender esta nueva duplicidad temática conviene constatar la similitud compositiva entre ambas series. Los nidos de las palomas, a la izquierda, coinciden con la verticalidad del pintor y de su lienzo en Las meninas; las palomas del primer plano, posadas en el balcón, se identificarían con la infanta y sus sirvientas; el fondo abierto, con su resplan­deciente luminosidad, se puede asociar, en fin, con la am­plia estancia velazqueña y la puerta que abre el aposenta­dor. O sea, dicho de otra manera: el taller de Velázquez frente (igual) al de Picasso. Mientras en aquél había reyes e infantas, enanos, perros y sirvientes, en éste se arrullan las palomas.
Estas eran, no lo olvidemos, viejos emblemas de Picas­so. Su padre y él las habían pintado en su lejana infancia malagueña. Una de ellas, litografiada en 1949, había sido elegida por Aragón para el cartel del Congreso por la Paz, y se reprodujo tanto que llegó a convertirse en un símbo­lo universal. También puso el nombre de Paloma a su se­gunda hija, nacida el 19 de abril de ese mismo año. Era, sin duda, para Picasso, un animal femenino, contrapuesto de algún modo al Minotauro, así que eso del artista (Pi­casso) mirando-pintando las palomas y el mar, ¿no equi­valía, de algún modo, al tema del pintor (Velázquez-Picasso) y su(s) modelo(s)?
Creo que esta hipótesis se confirma directamente con una constatación cuantitativa. Aunque todos sus diálogos con los artistas del pasado son importantes, debemos re­conocer que el gran asunto en la pintura del Picasso viejo fue el desnudo femenino. No se trata de mujeres en gene­ral, sino de imágenes concretas de Jacqueline (y de otras modelos), y de ahí que sea imposible en muchos casos di­ferenciar tales obras de otros «retratos» más o menos con­vencionales. Son imágenes tan suntuosas, y exhiben tan ostentosamente los atributos del deseo, que es difícil en­contrar en toda la historia del arte algo similar. El mirón-artista aparece con frecuencia dentro de las obras, con­templando esos cuerpos, entregándose con golosa com­placencia a esa postrera forma de posesión amorosa que es la simple mirada admirativa y deseante.
Es un arte tierno y patético a la vez. Habla de la persis­tencia inconmovible, hasta el último suspiro, de la pulsión amorosa. Pero también testimonia la tragedia de la deca­dencia física, la cruel impotencia de la vejez. Nada como esta ambigüedad (o duplicidad de intenciones, nuevamen­te, si así lo queremos) para demostrar la total coherencia de tales trabajos con la línea de conducta más constante en la obra de Picasso.
Ya hemos visto que siempre aludió a los grandes asun­tos de la existencia humana deleitándose en su paradójica ambivalencia: el amor y la violencia, el deseo y la muerte, la intimidad personal y los grandes impulsos colectivos... Eligió para ello lenguajes muy variados, prácticamente contrapuestos. Nadie le discute ya el haber inventado lo más significativo de la pintura moderna, condicionando así, de un modo inexorable, el trabajo de todos los artis­tas (pintores, escultores y arquitectos) del siglo XX. En su vida y en su obra se conciliaron los extremos imposibles. Pasará todavía mucho tiempo, seguramente, antes de que la humanidad pueda digerir el complejísimo legado de un artista semejante.
Pablo Picasso murió en Mougins el 8 de abril de 1973, seis meses antes de cumplir los noventa y dos años. No hacía mucho que su amigo, el poeta Rafael Alberti, había escrito sobre él unos versos que bien podemos adoptar ahora como resumen y epitafio:

“Tú dominas el siglo.
Si resbalas los ojos desde arriba,
desde esa alta colina donde hoy vives,
verás el mar, el mar por ti creado,
bajar de ti, subir a ti en constante,
perpetua pleamar ilimitada”.

El pintor y su modelo
El beso
Autorretrato - 1972


No hay comentarios:

Publicar un comentario