martes, 8 de mayo de 2012

Picasso - El compromiso I


El compromiso

No hay duda de que Guernica fue visto inmediatamen­te como un punto de referencia inexcusable en la historia de la pintura contemporánea. Para muchos representó una inesperada reconciliación entre la vanguardia artísti­ca y los ideales globales de la acción revolucionaria. ¿No se expresaba allí acaso una contundente denuncia de la violencia fascista sin renunciar a los procedimientos de la modernidad radical? Así es como Picasso, que no era pro­penso a los discursos ni a las declaraciones programáticas, incidió sin quererlo en el debate cultural más importante de los años treinta y cuarenta: de un lado estaban quienes pensaban que el arte proletario debía ser comprensible para las masas, es decir realista, y de otro los que defen­dían la total independencia entre el trabajo político y la esfera creativa. Falsa dicotomía, venía a decir Guernica. La vida y la obra del artista malagueño habían sido una constante negación del «principio de exclusión»: si ya an­tes había simultaneado lenguajes clásicos y cubistas, una vida de esposo público y otra de amante clandestino, su amistad con la aristocracia y con los surrealistas, etc., ¿por qué no demostrar ahora que se podía ser el más innova­dor de los vanguardistas y el más intransigente de los re­volucionarios? ¿No iba esto, por lo demás, en la misma di­rección que propugnaban Bretón y sus amigos?
La evolución y los gestos públicos de Picasso en las dos décadas siguientes van a confirmarle plenamente en esa lí­nea de conducta. Es la época del compromiso. Mientras duró la guerra civil española continuó pintando cuadros que delataban su angustia y denunciaban abiertamente la violencia: Mujer llorando o Mujer gritando (de octubre y diciembre de 1937, respectivamente) se sitúan todavía en la estela creativa de Guernica. Pero muy poco después de que acabara la guerra en España (y de que la victoria de los franquistas hiciera de él un exiliado de por vida) esta­lló la Segunda Guerra Mundial. Picasso permaneció en París soportando la humillante ocupación alemana, con una actitud de resistente, estrechamente vigilado por los nazis. No podía producir en esas circunstancias un arte de denuncia con escala monumental, de modo que recurrió a su viejo hábito de los jeroglíficos y las alegorías escondi­das. Aunque muchas de estas obras, como casi siempre, se prestaban a una doble o triple lectura, poseían también una clave política que es imposible soslayar.
¿Cómo interpretar si no las calaveras de toro que proliferaron durante aquellos años? La más dramática de to­das (Dusseldorf, Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen) fue pintada el 5 de abril de 1942, y muestra las formas aristadas del cráneo, como de duro cristal de roca, recor­tándose frente a los vidrios transparentes de una ventana. Los colores son fríos (negro, violeta, azul...), y los planos facetados y angulaciones violentas contribuyen a transmi­tir la impresión de que nos hallamos ante la alegoría de un tiempo siniestro y feroz. ¿Qué mundo es ése en el que los amables bodegones han sido sustituidos, más literalmente que nunca, por «naturalezas muertas»? ¿Y no será el crá­neo de toro, su cabeza cortada, una alusión más o menos deliberada al asesinato violento de la libertad? He ahí los despojos del Minotauro, el siniestro trofeo de caza del fas­cismo. No es casual que la elaboración de algunas de estas obras coincida, casi, con otros cuadros en los que vemos a un gato feroz devorando a un pájaro desvalido...





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