Las señoritas de Aviñón
En el verano de 1906 Picasso volvió a Barcelona con Fernande y casi
inmediatamente se instalaron en el pueblecito pirenaico de Gósol. Era un lugar
remoto y primitivo. Carecía de cualquier comodidad y, si hemos de creer lo que
Fernande contaba a Apollinaire en una larga carta escrita desde allí, la
alimentación resultaba deplorable. Todo indica que el artista quería
encontrarse con lo originario y ancestral: siguiendo la senda trazada por los
grandes héroes de la generación anterior (Van Gogh, y especialmente Gauguin),
también Picasso buscaba su propio Tahití o su Bretaña particular. Por aquellas
aldeas del Pirineo catalán abundan las iglesias con buenos restos románicos, un
arte que siempre le fascinó y que le estimulaba ahora en el cambio de rumbo que
empezaba a atisbar.
En Gósol pintó algunas figuras con rostros (cejas y ojos) limpiamente
geometrizados, y un gran lienzo, “El harén”, que
preludiaba, por su temática y composición, a “Las señoritas de Aviñón”. Había en
estos trabajos algo salvaje y brutal pugnando por expresarse, una extraña
insinuación que se iba a hacer explícita con toda crudeza en París, durante el
otoño de ese año y en la primera mitad de 1907.
Muy significativo fue el modo de terminar el “Retrato de Gertrude Stein”, que había empezado unos meses antes:
nada más volver de Gósol convirtió la cara de su modelo en una especie de
máscara, claramente inspirada en las esculturas ibéricas. Es evidente el
contraste entre el tratamiento suelto (todavía «rosa») de casi todo el cuadro,
y la superficie pastosa, densa (casi esculpida con el pincel), de ese rostro
inexpresivo y enigmático. Nada más opuesto a la complacencia con los modelos
que se espera de cualquier retratista tradicional. Pero pensemos en otra
posibilidad: Stein, en alemán, significa piedra. ¿Jugó Picasso con la idea de
hacer un retrato-emblema, una más en la larga serie de alegorías que jalonan su
carrera?
Estaba a punto de ejecutar Las señoritas de Aviñón, no lo
olvidemos, que sí es una de las composiciones moralizadoras más importantes de
toda la historia de la pintura universal. Para entender su génesis y
significado conviene recordar algunas anécdotas de esos primeros meses de 1907. A principios de marzo
Picasso compró a Géry Piéret, secretario de Apollinaire, dos pequeñas
esculturas ibéricas que habían sido sustraídas del Museo del Louvre. Es éste
un episodio oscuro, pues no sabemos si el artista español ignoraba la
procedencia ilícita de su adquisición. En cualquier caso, es evidente que
estaba fascinado por la simplicidad ancestral de estas manifestaciones
artísticas. ¿Se vio Picasso a sí mismo como un nuevo artista «ibérico»,
heredero legítimo de sus remotos compatriotas peninsulares? Casi por las
mismas fechas recibió la influencia de las máscaras africanas y oceánicas.
Estas cosas estaban
presentes en el ánimo de Picasso pero no tenían por qué conducir,
necesariamente, a Las señoritas de Armón, ese cuadro revolucionario en el que trabajó
febrilmente desde finales de abril a principios de julio de 1907. Los primeros
bocetos mostraban una curiosa escena de burdel: rodeados de mujeres desnudas
había dos marineros; uno de ellos parecía entrar en la estancia con una
calavera en la mano. Se diría que estaba concibiendo una especie de «memento
mori» en la tradición barroca, con la irrupción súbita de la muerte en el
lugar del placer. No es imposible que Pablo estuviera evocando de nuevo a su
amigo Casagemas, y a sus vanos intentos por hacerle olvidar el infortunio
amoroso mediante sus visitas a los burdeles de Málaga y Barcelona.
En el cuadro final quedaron
las cinco mujeres de algunos estudios preliminares pero desaparecieron los «Clientes»
masculinos. Las dos figuras centrales, con sus posturas insinuantes, miran
fijamente al espectador, como si quisieran dejar muy claro quién es, y dónde
está, ese voyeur deseante que Picasso incorporó a sus obras en tantas otras ocasiones.
Seguía en esto la senda de Manet, cuya Olimpia había escandalizado a la buena sociedad burguesa decimonónica por
convertir a los espectadores del cuadro en solicitantes implícitos de la
prostituta que aparecía ante sus ojos. Estas dos mujeres, por cierto, parecen
bastante clásicas comparadas con las demás, y muestran bien la persistente
influencia del arte ibérico.
A la izquierda hay otra
mujer de perfil que parece entrar en la estancia mientras levanta una cortina
con su brazo extendido. Eso mismo está haciendo, en sentido contrario, la
figura superior derecha, y es en este momento, al abrirse el telón, cuando la
quinta mujer, sentada de espaldas, vuelve violentamente su rostro hacia el
espectador. Se trata, pues, de un tableau vivant de burdel, semiteatral. Un súbito
desvelamiento de algo «apetitoso», como lo sugiere la mesa con frutas del
vértice inferior, en primer plano. Doble metáfora, pues, de la vehemente
irrupción del placer carnal y del placer de la mirada, del cuadro erótico y del pintado por el artista.
La influencia de la
escultura africana ha sido señalada en numerosas ocasiones, y es muy evidente
en la mujer de la izquierda y en los rostros de las dos mujeres de la derecha.
Las pinceladas, violentísimas, muestran lo mucho que se alejaba Picasso de sus
etapas anteriores. En tres de estos cinco rostros vemos un artificio de
interesantes consecuencias posteriores: los ojos están de frente y las narices
de perfil. No es ésta, pues, una estilización de la mirada fotográfica sino
algo distinto, más conceptual: las cosas aparecen disociadas para satisfacer
una exigencia de la mente. La idea del cuadro como una totalidad unitaria,
vigente en el arte europeo desde el Renacimiento italiano, cede el puesto a una
visión del mundo con muchos puntos de vista, fragmentada.
Las “Señoritas de Aviñón” reforzaba esta sensación mediante un
descoyuntamiento general de los cuerpos, pero también del espacio circundante.
Una maraña de líneas rectas y ángulos agudos hace que la composición pueda
entenderse como una malla de triángulos irregulares. Las masas de color se
distribuyen de modo aleatorio: no son tintas planas pero tampoco modelan los
cuerpos, al estilo académico. Todo esto acarrea la impresión de hallarnos más
ante un bajorrelieve que ante la ventana ideal de los renacentistas, abierta al
espacio infinito.
Picasso dejó de trabajar en
este cuadro a principios de julio de 1907, y aunque no fue exhibido en público
hasta 1916 (en ese momento André Salmón le dio el título, aludiendo a un
prostíbulo de la calle barcelonesa de Avinyó), muchos de sus amigos acudieron
ansiosamente al estudio para verlo y comentarlo. Quedaron
estupefactos, y no faltó quien pensó en un lamentable ataque de locura. ¿Se
colgaría Pablo delante de su «obra maestra fallida», como los pintores
fracasados descritos en las novelas de Zola y de Balzac?
Nada más lejos de la realidad. Es cierto que el salto había sido
demasiado grande, y el mismo Picasso necesitó un tiempo para sacar todas las
consecuencias que se derivaban de su hallazgo. Pero casi inmediatamente
aparecieron imitadores de esta pintura revolucionaria. Georges Braque fue el
más importante de todos ellos: su amistad durante unos años con el artista
español fue tan cerrada, y tan estrechos los contactos artísticos entre ambos,
que no es posible atribuir el desarrollo del cubismo a ninguno de los dos en
solitario.
El harén |
Retrato de Gertrude Stein |
Las señoritas de Aviñòn |
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