Apoteosis del pintor-mirón
En 1945, cuando terminó la Segunda Guerra
Mundial, Picasso tenía unos 64 años. Con el armisticio se iniciaba para él una
larga y productiva vejez, de casi tres décadas, durante las cuales produjo un
número incalculable de obras artísticas, experimentó con otros procedimientos
plásticos (cerámica, grabados con técnicas insólitas, monumentos urbanos...),
disfrutó de nuevos amores y volvió a gozar de las satisfacciones de la
paternidad con los dos hijos que le dio Francoise Gillot.
Ésta era una hermosa y joven pintora en 1943,
cuando la conoció, aunque no empezaron a convivir hasta 1946. Parece que
Picasso fue feliz con ella durante unos años, a pesar de que ambos amantes
poseían personalidades muy diferentes. Los niños Claude y Paloma alegraron los
días de aquella celebridad artística y lo humanizaron también, contribuyendo a
que no perdiera el contacto con las fuerzas instintivas primordiales de la
naturaleza. Pero Francoise no soportaba la tremenda presión que suponía vivir
con un genio de tan poderosa proyección pública. Tampoco pareció comprender
bien las motivaciones íntimas, la mentalidad y el peculiar talento de su
compañero, o al menos eso es lo que se deduce de un polémico libro que publicó
en 1964 con la colaboración del periodista Carl-ton Lake: Life
with Picasso.
Todo esto no es tan importante para la
historia del arte, desde luego, como el trabajo desplegado, que siguió siendo
realmente considerable, y no pareció verse afectado por las turbulencias
afectivas. Cambiaban las modelos, pero la obra siguió fluyendo como un torrente
inagotable. En 1954, muy poco después de que la relación con Francoise Gillot
se terminara definitivamente, inició su convivencia con la joven divorciada
Jacqueline Roque, la cual otorgó afecto y pasión a Picasso durante los últimos
veinte años de su vida. También supo crear a su alrededor una sutil muralla
protectora, defendiéndolo de la curiosidad más o menos morbosa de los
innumerables admiradores, periodistas, mitómanos o estudiosos que anhelaban ver
o hablar con «el genio artístico más importante del siglo XX». Parece que
Jacqueline se tomó su papel de esposa de Picasso (se casaron, en efecto, el 2
de marzo de 1961) como un trabajo de significación especial que siempre desempeñó
con alegría y con plena conciencia de su importancia histórica, lo cual no
impidió que surgieran algunas voces acusándola de tener secuestrado y escondido
a aquel anciano venerable.
La verdad era otra: no parecía pudoroso
exhibir la patética decadencia física de Picasso. El viejo Minotauro se
ocultaba en su laberinto con la obvia complicidad de su Ariadna particular.
Sólo Jacqueline administraba con cuentagotas el limitado acceso de algunos
íntimos o curiosos al santa sanctórum del arte contemporáneo que era su casa-taller.
Ni siquiera la obra de aquellos años finales fue tan conocida por el público
como la que había producido en otras épocas anteriores de su vida. Debió de
contar en esa ocultación una concepción algo gazmoña del pudor: Picasso se
pintó a sí mismo y a su entorno sin omitir ciertos detalles íntimos que la
mayoría de la gente suele ocultar. Siempre había querido presentarse como un
testimonio antropológico, un caso que
habría de servir a los estudiosos para profundizar en el conocimiento de la
naturaleza humana. De ahí las numerosas alusiones autobiográficas que
encontramos en su larga vejez.
Eso es lo que son, aunque no se note a
primera vista, casi todos los homenajes que rindió a algunos grandes maestros
de la historia de la pintura universal. Era lógico, en realidad, que se
sintiera interesado en medirse con los gigantes artísticos del pasado. ¿Acaso
no era él ya prácticamente uno de ellos? La obsesión del Picasso tardío por
reinterpretar algunos cuadros famosos no indica agotamiento creativo, como a
veces se ha dicho, sino todo lo contrario: el gran iconoclasta que siempre
había sido reventaba ahora la tradición, precisando con algunos ejemplos
arquetípicos ese trabajo de demolición genérica de la pintura tradicional que
había iniciado en su juventud con Las señoritas de Aviñón.
Ese es el sentido de sus versiones de las Señoritas
a la orilla del Sena, según Courbet (1950) Las
mujeres de Argel según Delacroix
(1955), Almuerzo en el campo según
Courbet (1954), el Rapto de las sabinas según
David (1962), etc. No se trata simplemente de cuadros importantes elegidos al
azar, pues hay algo en común a la mayoría de estos temas: el desnudo femenino,
el erotismo más o menos violento, y que Picasso exageraba en sus propias
reinterpretaciones. Los ejemplos más significativos tienen un
mirón-protagonista y éste, con mucha frecuencia, es el mismo pintor. Es el
caso de las litografías de David y
Betsabé según Lucas Cranach
(1947), el Retrato de un pintor según
El Greco (1950), Rembrandt y Saskia (1963)
o Rafael y
la Fornarina. Se diría que estos
temas, vistos retrospectivamente, dibujan una alegoría del artista como un ser
que disfruta mirando y que identifica esa operación con la misma apropiación
amorosa. De ahí el estrecho parentesco de sus revisiones pictóricas con el tema
de El pintor y la modelo, uno de
los más repetidos en los años finales de su carrera.
¿No es este asunto acaso el que más le atrajo
de Las meninas?
Rafael et la Fornarina |
Las mujeres de Argel |
Las Meninas |
El rapto de las Sabinas |
Desayuno en la hierba |
No hay comentarios:
Publicar un comentario