Un
mito prometeico
El increíble paso por el mundo de Pablo Ruiz
Picasso (1881-1973) parece diseñado para desmentir la vieja y amarga verdad de
que los seres humanos sólo tenemos una vida y nuestros recursos son limitados.
Picasso, en efecto, sobrepasó todas las metas e hizo añicos cualquier clase de
convenciones. Las anécdotas innumerables de su biografía personal revelan a un
ser de portentosa vitalidad a quien no se le pueden aplicar los parámetros con
los que juzgamos al común de los mortales. ¿Cómo analizar y valorar al creador
que ha dominado de un modo tan absoluto la escena artística del siglo xx?
Cualquier exposición antológica de Picasso
nos transmite la impresión de una enorme variedad: se diría que no vemos la
obra de un solo artista sino los trabajos de una multitud. ¿Cuántos Picassos hay?
¿Y no es sorprendente que esta reconocida diversidad carezca de incoherencias o
se traduzca en altibajos creativos? ¿Es posible ser a la vez tan distinto y sin
embargo tan unitario? ¿Cómo
pudo Picasso mantener siempre, durante más de setenta años, las más altas
cotas de calidad?
Estas y otras preguntas similares constituyen
la urdimbre de lo que se ha denominado el «misterio Picasso»: son muchos, en efecto, los
aficionados a las artes plásticas que se han rendido ante cualquier intento de
explicación reconociendo, sin más, que Él es el Genio (con mayúscula), un
caso inaudito, el monstruo ante cuya naturaleza excepcional se hacen inútiles
las teorías y se aniquilan las predicciones. Y sin embargo, es inevitable el
intento reiterado de comprender el sentido de la vida y la obra de Picasso
porque este hombre constituye por sí solo uno de los episodios más importantes
de toda la historia del arte universal. Varios factores confirman esta
aseveración. Si pensamos en el mito renacentista y romántico del creador-demiurgo
como un individuo elevado inexorablemente, casi sin esfuerzo, sobre los demás,
todo apunta hacia Picasso como una especie de culminación. Es como si ni
siquiera él mismo hubiera sido capaz de evitar su talento prodigioso, y por
eso pudo afirmar lo siguiente, sintetizando esta realidad: «Dicen que yo soy un
hombre que busca. Pero yo no busco, encuentro.»
Pero
hay algo más. La historia del arte parece haber surgido en aquellas sociedades
que pueden detectar y asimilar innovaciones formales (de lenguajes y de
estilos) sin que cambien de un modo sustancial otros supuestos generales de la
cultura y la civilización. Así pues, si las novedades artísticas y el éxito o
aceptación de las mismas han sido una especie de motores
para
esta disciplina, debemos concluir que nadie los ha acelerado con tanta fuerza
como Pablo Picasso. Desde este punto de vista, la historia del arte parece
culminar con él y su caso sólo es comparable al de Miguel Ángel Buonarotti, en
la segunda mitad del siglo XVI: del mismo modo que a los
discípulos «romanistas» del florentino les parecía impensable la posibilidad de
que nadie sobrepasara en el futuro a su maestro, Picasso dejó, tras su muerte,
un vado colosal. Es preciso tomar aliento y sobreponerse para no aceptar que la
historia de la creación plástica terminó con la desaparición de este artista
en 1973.
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