Desde una
posición más independiente, y enfrentando ya al movimiento central del arte
contemporáneo, Jean Paul Sartre expresa:
"… El
surrealismo reanuda las tradiciones destructoras del escritor-consumidor. Estos
jóvenes burgueses quieren destruir la cultura porque se les ha hecho cultos;
su enemigo principal sigue siendo el filisteo de Heine, el Prudhomme de
Monnier, el burgués de Flaubert; en una palabra, su propio papá. Sólo que las
violencias de los años anteriores los han llevado al radicalismo. En tanto que
sus predecesores se limitaban a combatir con el consumo la ideología utilitaria
de la burguesía, ellos asimilan más profundamente la búsqueda de lo útil al
proyecto humano, o sea, a la vida consciente y voluntaria. La conciencia es
burguesa, el Yo es burgués… Se trata de aniquilar ante todo las distinciones
tradicionales entre vida consciente e inconsciente, entre sueño y vigilia.
Esto significa la disolución de la subjetividad. En efecto, la subjetividad
existe cuando reconocemos que nuestros pensamientos, nuestras emociones y
nuestras voluntades vienen de nosotros, cuando juzgamos, en el momento en que
se nos aparecen, que nos pertenecen y, simultáneamente, que es sólo probable
que el mundo externo se rija por ellas. El surrealista se ha puesto a odiar
esta humilde certidumbre sobre la cual el estoico funda su moral... Pero el
segundo paso del surrealista es el de destruir a su vez la objetividad… es
una operación que no puede intentarse sobre algo realmente existente, ya dado,
con su esencia indeformable. Se producirán, pues, objetos imaginarios,
construidos de tal modo que autodestruyan su propia objetividad. El esquema
elemental de este procedimiento nos lo proporcionan aquellos falsos terrones de
azúcar que Duchamp excavaba del mármol y que de repente se revelaban como tan
pesados. El visitante que los sopesaba había de experimentar en una
iluminación fulgurante e instantánea la autodestrucción de la esencia objetiva
del azúcar. . . Este mundo, aniquilado perpetuamente sin tocar siquiera una
semilla entre sus granos o una partícula de sus savias o una pluma de sus
pájaros, es puesto,
simplemente, entre paréntesis. Los surrealistas, después de haber destruido
el mundo y de haberlo conservado milagrosamente mediante su destrucción,
pueden abandonarse sin reparo alguno a su amor al mundo ... La sustancia del juego consiste en hallar para sí, una vez
más, un nido de águila... Lo que
estos hijos de familia quieren dilapidar no es el patrimonio paterno, sino el
mundo entero". Hoy pocos pueden compartir honestamente estas ya un tanto
viejas palabras de Sartre. Pero si se piensa en Dalí, parecen reveladoras…
Aun para los
más cercanos, para quienes mejor han conocido su evolución, para los que más
han investigado y reflexionado sobre la obra y la vida de este curioso personaje,
sigue siendo un misterio cómo pudo desviarse tanto el eje de su personalidad.
Incluso antes de haberse volcado al surrealismo y haber gozado de los
beneficios que proporcionaba el formar parte de un grupo que supo asegurarse
una extraordinaria promoción internacional desde París, alcanzó entre los
entendidos, en plena juventud, el reconocimiento que otros pintores, con tantos
méritos como los que él tenía entonces, tardaron toda una vida en conseguir. Ya
hemos hecho referencia a la repercusión de sus envíos al Salón de Artistas
Ibéricos, hacia el año 27. No es necesario recordar la célebre Oda de Lorca a Salvador
Dalí, que, sobre todo a partir del asesinato del poeta, logró publicidad
universal. De aquella época son también los recuerdos de Rafael Alberti,
aludiendo a su talento fulgurante, a su cautivadora personalidad. Y no cabe
duda alguna: tenía excepcionales condiciones de pintor. Alguien de tanta autoridad
moral y técnica como el gran maestro uruguayo Torres García, visitó en 1932 a Lorca, en Madrid, y
observó que en su casa vio "un
soberbio Dalí, de su manera cubista".
Cuando da el
salto al surrealismo, uno de los más altos testimonios del arte moderno, Ramón
Gómez de la Serna ,
en el ensayo que dedica al movimiento, reflexiona: "Un español, Salvador Dalí, ha dado un valor pictórico
inapreciable e inenarrable al contenido surrealista, sacrificando el arte de
agradar en que fue maestra la pintura de su primera época. Con Miró —el más San
Francisco del movimiento—, ha hecho que despunte el alba de la nueva escuela
sobre los horizontes pasmados de las telas.
"Dalí
ha dicho: 'Mirar es inventar', y, en su célebre conferencia del Ateneo
barcelonés, trazó con rotundidad llena de talento la fresca mañana de la nueva
doctrina, anunciando de un modo heroico la crisis moral más grave de las
épocas." En la conferencia a que alude Ramón, Dalí respondía a quienes
juzgaron las inscripciones que puso en uno de sus cuadros, en las que se decía:
"Yo escupo a mi madre", como una simple salida de tono, un acto de
cinismo, o simplemente la resultante de una mala relación familiar: "Es inútil decir que esa interpretación
es falsa y traiciona totalmente el sentido realmente subversivo de dicha inscripción.
Se trata, por el contrario, de un conflicto moral de orden muy semejante al
que se nos plantea cuando en el sueño asesinamos a una persona a quien estimamos;
y éste es un sueño muy extendido. El hecho de que los impulsos subconscientes
son para nuestra conciencia de una extrema crueldad, es una razón más para no
dejar de manifestarlos, pues ellos son los amigos de la verdad". Ramón
lo veía entonces a Dalí jugándose para siempre en la cara o cruz del arte
moderno, y se exaltaba con el significado liberador de la nueva
"escuela": "¡Ya la
humanidad ha llegado a un tiempo en que no puede ser sólo copiona! ¡Abajo los
copiones y arriba los estilizadoresl"
Jean-Paul Sartre
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