martes, 8 de mayo de 2012

Picasso - Irrupción de la historia - Guernica



1.            El caballo moribundo representa al pueblo español.
2.            El toro con dos ojos humanos frontales indica la lucha entre lo humano y lo bestial.
3.            De la mano que empuña la espada rota del guerrero muerto y desmembrado surge una flor, símbolo de la esperanza en una renovada vida.
4.            La mujer que huye saliendo de la casa en llamas parece quedar petrificada por lo que ve.
5.            La que  porta un candil en su mano dando más luz al cuadro es Dora Maar, su amante y la que fotografía todo el proceso de creación de la obra.
6.            La madre que sostiene a su hijo muerto es una renovada Piedad...

Picasso acep­tó a principios de 1937 el encargo de pintar una obra para el pabellón español de la Exposición Universal de París, que habría de celebrarse durante el verano, pero no supo, durante unos meses, qué podía hacer. El 26 de abril varias escuadrillas de aviones alemanes ametrallaron y arrasa­ron con bombas incendiarias la población vasca de Guer­nica, que era un objetivo de nulo interés militar. Hitler y Franco ensayaban así, por vez primera, las técnicas nazis de la destrucción total del territorio enemigo, antes de su eventual ocupación. Las descripciones y las fotografías pe­riodísticas de aquella masacre gratuita estremecieron al mundo entero: Picasso ya tenía un tema y se puso a traba­jar en él de un modo febril. Entre primeros de mayo y me­diados de junio, cuando se colocó en su sitio la obra aca­bada, hizo más de cincuenta bocetos. Muchos de ellos no son estudios preliminares, sino trabajos colaterales unidos por el mismo tema, de modo que podemos entender al Guernica como si fuera la imaginaria «tabla central» del políptico laico que mejor expresa la crudeza desesperan­zada del siglo xx.
El cuadro tiene unas dimensiones tan colosales (casi ocho metros de largo por tres y medio de alto) que Picas­so se vio obligado a buscar un taller especial que le permi­tiera trabajar en él. Dora Maar documentó las distintas fa­ses de su elaboración mediante una serie de fotografías to­madas entre el 11 de mayo y el 4 de junio, y gracias a ellas (los bocetos, ya lo hemos dicho, no son exactamente pre­liminares) podemos deducir cómo evolucionó, en unas pocas semanas, la idea del artista. La composición era pi­ramidal desde el comienzo: sobre un suelo plagado de despojos humanos se alzaba el puño poderoso de un sol­dado, recortándose (se ve bien en la segunda foto de Dora Maar) sobre un sol o margarita gigantesca. Ya estaban allí las mujeres:la agonizante, la que eleva el grito al cielo sos­teniendo a su hijo muerto, la que avanza en diagonal y la que alumbra con un candil esa siniestra escena nocturnal. El toro parecía incólume, como si sobreviviera a la heca­tombe, y puede pensarse que, en ese primer estadio, Pi­casso lo consideraba todavía como una especie de símbo­lo del pueblo español, resistiendo con bravura a la agre­sión fascista.
Los cambios más significativos afectaron a este animal (que también acusará en la obra acabada el impacto de la tragedia) y al caballo, cuyo cuello y cabeza sustituyeron, violentamente enhiestos, al puño cerrado del guerrero. También el sol se convirtió en otra cosa: un ojo explosio­nado que encierra dentro de su ovalada blancura la imagen de una bombilla encendida.
Nos hallamos, por lo tanto, ante todos los ingredientes de esa corrida mítica, en clave surrealista, que tanto había representado Picasso en los años anteriores: los diversos actores que habíamos visto dispersos en diferentes agua­fuertes, dibujos y grabados, aparecen ahora juntos en un solo cuadro, como si constituyeran la apoteósica secuen­cia final de un poderoso drama teatral. Pero el nuevo «guión» es muy significativo, pues ya no hay víctimas y verdugos, mirones compasivos o testigos neutralizantes, rituales de amor con metáforas de muerte: en Guernica nadie se salva, todo es destrucción ciega. Espectadores, toros y caballos perecen por igual. No figura el asesino porque éste se ha saltado las reglas del juego ancestral. 
Pi­casso sugiere que el cobarde fuego aniquilador de los aviones fascistas ataca la naturaleza misma de la vida (que incluye una dosis inevitable de violencia «amorosa» ancestral) . La inaudita villanía de este ataque (de la sublevación militar misma) saca al artista del mito y le arroja al verte­dero de la historia. Despiadada manera de confirmar los postulados surrealistas, con la eliminación de las barreras que separan habitualmente el inconsciente profundo y la opaca realidad objetiva.
Guernica fue pintado casi en blanco y negro, en la tra­dición técnica de los grandes planos geométricos cultivada desde la fase del cubismo decorativo. No creo que esto se deba a la influencia de las fotografías periodísticas de la destruida población vasca, como muchas veces se ha di­cho, y sí debieron pesar mucho en el ánimo de Picasso esos grabados tenebristas con toros o minotauros que he­mos comentado antes. La luz (la explosión) de la muerte ciega exige un ámbito de pesadilla, nocturnal: ojo-sol, día-noche, dentro-fuera, paroxismo. ¿Y dónde está el voyeur que suele encontrarse en las alegorías picassianas? No hay duda de que se sitúa fuera, en la muchedumbre que mira la pintura y que tal vez provoca, con el fogonazo de su mi­rada, esa hecatombe de muerte y destrucción. No es fácil digerir la idea de que el espectador sea tratado como un cómplice del verdugo, pero sólo eso puede explicar por qué esta pintura, una de las más importantes de todos los tiempos, sea tan difícil de contemplar sin que se accionen los resortes misteriosos del sentimiento y de la acción.

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