El
compromiso
No hay duda de que Guernica
fue visto inmediatamente como un punto de
referencia inexcusable en la historia de la pintura contemporánea. Para muchos
representó una inesperada reconciliación entre la vanguardia artística y los
ideales globales de la acción revolucionaria. ¿No se expresaba allí acaso una
contundente denuncia de la violencia fascista sin renunciar a los procedimientos
de la modernidad radical? Así es como Picasso, que no era propenso a los
discursos ni a las declaraciones programáticas, incidió sin quererlo en el
debate cultural más importante de los años treinta y cuarenta: de un lado
estaban quienes pensaban que el arte proletario debía ser comprensible para las
masas, es decir realista, y de otro los que defendían la total independencia
entre el trabajo político y la esfera creativa. Falsa dicotomía, venía a decir Guernica.
La vida y la obra del artista malagueño
habían sido una constante negación del «principio de exclusión»: si ya antes
había simultaneado lenguajes clásicos y cubistas, una vida de esposo público y
otra de amante clandestino, su amistad con
la aristocracia y con los surrealistas, etc., ¿por qué no demostrar
ahora que se podía ser el más innovador de los vanguardistas y
el más intransigente de los revolucionarios?
¿No iba esto, por lo demás, en la misma dirección que propugnaban Bretón y sus
amigos?
La evolución y los gestos públicos de
Picasso en las dos décadas siguientes van a confirmarle plenamente en esa línea
de conducta. Es la época del compromiso. Mientras duró la guerra civil española
continuó pintando cuadros que delataban su angustia y denunciaban abiertamente
la violencia: Mujer
llorando o Mujer gritando
(de octubre y diciembre de 1937,
respectivamente) se sitúan todavía en la estela creativa de Guernica.
Pero muy poco después de que acabara la
guerra en España (y de que la victoria de los franquistas hiciera de él un
exiliado de por vida) estalló la Segunda Guerra Mundial. Picasso permaneció en
París soportando la humillante ocupación alemana, con una actitud de
resistente, estrechamente vigilado por los nazis.
No podía producir en esas circunstancias un arte de denuncia con escala
monumental, de modo que recurrió a su viejo hábito de los jeroglíficos y las
alegorías escondidas. Aunque muchas de estas obras, como casi siempre, se
prestaban a una doble o triple lectura, poseían también una clave política
que es imposible soslayar.
¿Cómo interpretar si no las calaveras de toro que proliferaron
durante aquellos años? La más dramática de todas (Dusseldorf, Kunstsammlung
Nordrhein-Westfalen) fue pintada el 5 de abril de 1942, y muestra las formas
aristadas del cráneo, como de duro cristal de roca, recortándose frente a los
vidrios transparentes de una ventana. Los colores son fríos (negro, violeta,
azul...), y los planos facetados y angulaciones violentas contribuyen a transmitir
la impresión de que nos hallamos ante la alegoría de un tiempo siniestro y
feroz. ¿Qué mundo es ése en el que los amables bodegones han sido sustituidos,
más literalmente que nunca, por «naturalezas muertas»? ¿Y no será el cráneo de
toro, su cabeza cortada, una alusión más o menos deliberada al asesinato
violento de la libertad? He ahí los despojos del Minotauro, el siniestro trofeo
de caza del fascismo. No es casual que la elaboración de algunas de estas
obras coincida, casi, con otros cuadros en los que vemos a un gato feroz
devorando a un pájaro desvalido...
No hay comentarios:
Publicar un comentario