Melancólico anarquizante: «azul»
Los
tres años siguientes fueron vertiginosos. Nuestro artista acusó la influencia
momentánea del luminismo postimpresionista, como se aprecia en algunos paisajes
malagueños pintados en el verano de 1896, pero no parece que esta orientación
estética dejara en él una huella permanente. Se diría, más bien, que adoptó una
orientación expresionista, opuesta al naturalismo «soleado» de Sorolla y de
sus múltiples seguidores. Nada de risueños personajes o paisajes idílicos
resplandecientes bajo una espléndida luz meridional, sino seres tristes y
desgarrados, ensombrecidos por una fría tonalidad monocromática. -
Picasso
llegó a esto como consecuencia de una rapidísima evolución, arrastrado por una
serie de factores estéticos y sociales con los que se tropezó en los años
cruciales que marcaron el tránsito de la adolescencia a la juventud. Uno de
ellos fue su corta pero decisiva etapa madrileña: en septiembre de 1897 llegó a
la capital española para hacer el examen de ingreso y seguir los cursos en la Acade mia de Bellas Artes de
San Fernando. Logró entrar con gran facilidad, como había ocurrido ya en
Barcelona, pero no encontró satisfactoria la enseñanza artística de tan
prestigiosa institución.
Ese
mismo invierno abandonó la
Escuela de San Fernando provocando así la primera disputa
seria con su padre. Después de eso no aguantó mucho más en la capital: en la
primavera de 1898 padeció la escarlatina, regresó a Barcelona para recuperarse,
y ya no volvió a Madrid. Lo importante de todo este episodio es que el joven
Pablo se había separado de su familia por primera vez lo cual le permitió
encontrarse a sí mismo. Durante aquellos meses copió algunas obras del Museo
del Prado y, sobre todo, estudió directamente la pintura de El Greco, uno de
sus genios tutelares para los próximos años.
Fue,
no lo olvidemos, el año del gran desastre. La derrota española en la guerra
contra los Estados Unidos (saldada con la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto
Rico) tuvo, sin embargo, algunas consecuencias positivas para Cataluña: muchos
capitales ultramarinos se repatriaron, y ello favoreció la apertura de nuevas
fábricas. La vida económica y cultural de Barcelona cobró un nuevo dinamismo.
La ciudad era un hervidero de poetas, músicos y jóvenes pintores
inconformistas. Muchos de ellos se vestían de un modo desenfadado y exhibían,
en sus tumultuosas reuniones, una antipatía declarada por los valores y los
gustos burgueses. El arte verdadero también tenía que ser revolucionario.
En
ese clima dejó Picasso la adolescencia para convertirse en un artista adulto,
cada vez más conocido y respetado.
No
se debe desdeñar la influencia de estos aspectos: el café Els Quatre Gats, al
que acudió con frecuencia desde 1899, fue como una eficientísima universidad
informal. Ahí se relacionó Picasso con los artistas e intelectuales más
interesantes de la ciudad (Isidro y Joaquín Sunyer, Santiago Rusiñol, Ramón
Casas, Manolo, Ramón Reventós, Eugenio d'Ors...) y entabló amistad con
personajes entrañables como los hermanos Ángel y Mateu Fernández de Soto,
Carlos Casagemas o Jaime Sabartés. La camaradería de estos dos últimos tendrá,
como veremos, importantes consecuencias en la vida y en la obra ulterior de Pablo
Ruiz Picasso.
Se
conservan muchos dibujos y testimonios de aquel momento: unos trabajos (como el
del menú de Els Quatre Gats) revelan
su adhesión a la estética del art
nouveau, pero otros (como ciertos retratos al carboncillo o
el muy conocido óleo con la efigie de Pedro Mañach), muestran un estilo severo,
firme y geometrizante, más próximo a la estética vienesa de la Secesión. Es obvio
que Picasso está tanteando las posibilidades de diferentes lenguajes plásticos:
algunas subvariantes estilísticas le duran muy poco, unos meses tal vez, pero
lo normal es que alterne o simultanee a discreción dos o tres modos
expresivos. Aunque éste es un comportamiento normal entre los artistas
principiantes, es interesante
constatar cómo se convirtió en una «toma de partido» consciente para Pablo
Picasso cuyos cambios constantes de dirección a lo largo de toda su carrera le
habrían llevado a reconocerse, mucho más tarde, como un caso singular: «Quizás
en el fondo —dijo— yo sea un pintor sin estilo. Con frecuencia el estilo es
algo que fija-al pintor en la misma perspectiva, en la misma técnica, en las
mismas formulaciones año tras año, a veces toda la vida. Se le reconoce de
inmediato, ya que es siempre el mismo traje o el mismo corte de traje. Con
todo, hay grandes pintores con estilo. Yo personalmente no soy nada ortodoxo,
soy más bien un "salvaje" (...) No me sujeto a reglas, y por eso no
tengo estilo.»
Dos modos de expresión de tipo
postimpresionista destacan, en estos momentos, en la obra de Picasso: uno de
ellos acusa la influencia de Renoir y de Toulouse Lautrec, y se manifiesta en
cuadros como “Le Moulin de la Galette ”
o “Frenesí” (ambos
de 1900). El otro, con pinceladas breves y vehementes, más deudor del
puntillismo y de Van Gogh, se aprecia bien en “La Nana ”, “La bebedora de ajenjo”, “Pierreuse”
(todos ellos de 1901), etc. Mientras tanto se
encuentra ya plenamente inmerso en su famosa «época azul», pintando la primera
serie coherente de obras que le dará fama universal.
Conviene, antes de hablar de esto, mencionar
el viaje de Picasso a París en el mes de octubre del año 1900. Se marchó
acompañado por Carlos Casagemas, y ambos se instalaron en el estudio de su
compatriota Nonell, en Montparnasse. No fue un periodo fehz. Aunque a Pablo no
le fue del todo mal (vendió algunos cuadros a Berthe Weill y el marchante Pedro
Mañach le ofreció un contrato con una paga mensual de 150 francos), Casagemas
se enamoró desesperadamente de una modelo (Laure Gargallo, conocida como Germaine).
Ambos amigos regresaron a España, en diciembre, con el propósito de que Carlos
pudiera olvidar su infortunio sentimental.
Comenzaron el nuevo siglo en Málaga, que
seguía siendo una ciudad recurrente para el joven pintor, pero la «alegría» de
las mujeres andaluzas no pudo vencer a los recuerdos de Germaine. Casagemas
regresó a Francia. El 17 de febrero su amor no correspondido le llevó al suicidio
en un café de París. Fue un golpe terrible para Pablo, que evocó la tragedia de
su amigo en varios cuadros realizados en el verano de 1901: en uno de ellos
(Musée Picasso, París) se ve el rostro del difunto de perfil, iluminado por
una enorme vela de la que salen violentos rayos verdes, rojos y amarillos; el
recuerdo de Van Gogh está presente. Pero la pintura más famosa de esta serie, “Evocación”. “El entierro de Casagemas”,
está ya claramente en otra galaxia estética:
se trata de una complicada alegoría sobre la muerte, los placeres de la vida y
la gloria, con el lamento por el difunto en la parte baja y una exaltación del
amor en la zona celestial. Es obvio que Picasso recogió aquí las lecciones de
El Greco, y muy en especial de El
entierro del Conde de Orgaz. La
variada gama cromática que se encuentra en otras obras coetáneas se ha reducido
aquí, casi exclusivamente, a distintos matices de azul.
Para entender mejor lo del color predominante
veamos los temas que pintó una y otra vez en el período comprendido entre 1900
y 1903, aproximadamente: retratos melancólicos de pintores o poetas bohemios
(también autorretratos); prostitutas solitarias; mendigos (con frecuencia
ciegos) y seres con alguna deformidad física; mujeres pobres con niños
pequeños; parejas de amantes con aspecto triste y desconsolado, etc. Se ha
sugerido que Picasso pudo haber padecido entonces una enfermedad «secreta» como
la sífilis, cuya secuela extrema más grave (especialmente para un pintor) era
la ceguera. Pero no hace falta explicar con consideraciones autobiográficas el
patetismo de tales pinturas, pues ese universo temático era compartido en parte
por otros artistas del momento (piénsese en Nonell o en los primeros
expresionistas finiseculares como Edvard Munch). Parece que había una cierta
clientela para estas obras que tantos «buenos sentimientos» han inspirado en
las élites burguesas bienpensantes.
¿Dónde estaba, pues, su novedad? La
influencia española de El Greco se hacía palpable en el alargamiento de los
miembros, en los desgarrones cromáticos, y en la supuesta espiritualidad de
tan ascéticos personajes. Pero no explica por sí sola el empleo del color azul
que acentuaba la sensación de tristeza y frialdad. Este deseo de reforzar un
sentimiento mediante la eliminación consciente y sistemática de los tonos que
podrían distraerlo, tiene una importancia mayor de lo que parece a primera
vista. El cine primitivo lo utilizó, con aquellas secuencias coloreadas de amarillo
o de rosa (escenas sentimentales), de rojo (batallas), o de verde y azul
(terror, tristeza). Pero fue Picasso, tal vez, el único pintor que se sirvió
siempre de este recurso tan antinaturalista pero tan eficaz desde el punto de
vista psicológico: a la época azul
le sucedió la rosa,
y luego la negra
ulterior a “Las señoritas de Aviñón”;
el color gris-pardo
del cubismo analítico continuaría esta
tradición, y lo mismo cabe decir del violento blanco
y negro de “Guernica”.
Parece que no supo o no quiso prescindir de
que un acento intelectual-emocional predominante anduviera asociado a una
cierta unidad cromática.
Desemperats. Madre e hijo |
El entierro de Casagemas |
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