lunes, 7 de mayo de 2012

Picasso - Etapa azul


Melancólico anarquizante: «azul»

Los tres años siguientes fueron vertiginosos. Nuestro artista acusó la influencia momentánea del luminismo postimpresionista, como se aprecia en algunos paisajes malagueños pintados en el verano de 1896, pero no pare­ce que esta orientación estética dejara en él una huella permanente. Se diría, más bien, que adoptó una orienta­ción expresionista, opuesta al naturalismo «soleado» de Sorolla y de sus múltiples seguidores. Nada de risueños personajes o paisajes idílicos resplandecientes bajo una espléndida luz meridional, sino seres tristes y desgarra­dos, ensombrecidos por una fría tonalidad monocromá­tica. -
Picasso llegó a esto como consecuencia de una rapidísi­ma evolución, arrastrado por una serie de factores estéti­cos y sociales con los que se tropezó en los años cruciales que marcaron el tránsito de la adolescencia a la juventud. Uno de ellos fue su corta pero decisiva etapa madrileña: en septiembre de 1897 llegó a la capital española para ha­cer el examen de ingreso y seguir los cursos en la Acade­mia de Bellas Artes de San Fernando. Logró entrar con gran facilidad, como había ocurrido ya en Barcelona, pero no encontró satisfactoria la enseñanza artística de tan prestigiosa institución.
Ese mismo invierno abandonó la Escuela de San Fer­nando provocando así la primera disputa seria con su pa­dre. Después de eso no aguantó mucho más en la capital: en la primavera de 1898 padeció la escarlatina, regresó a Barcelona para recuperarse, y ya no volvió a Madrid. Lo importante de todo este episodio es que el joven Pablo se había separado de su familia por primera vez lo cual le permitió encontrarse a sí mismo. Durante aquellos meses copió algunas obras del Museo del Prado y, sobre todo, estudió directamente la pintura de El Greco, uno de sus genios tutelares para los próximos años.
Fue, no lo olvidemos, el año del gran desastre. La de­rrota española en la guerra contra los Estados Unidos (saldada con la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico) tuvo, sin embargo, algunas consecuencias positivas para Cataluña: muchos capitales ultramarinos se repatriaron, y ello favoreció la apertura de nuevas fábricas. La vida eco­nómica y cultural de Barcelona cobró un nuevo dinamis­mo. La ciudad era un hervidero de poetas, músicos y jó­venes pintores inconformistas. Muchos de ellos se vestían de un modo desenfadado y exhibían, en sus tumultuosas reuniones, una antipatía declarada por los valores y los gustos burgueses. El arte verdadero también tenía que ser revolucionario. En ese clima dejó Picasso la adolescencia para convertirse en un artista adulto, cada vez más cono­cido y respetado.
No se debe desdeñar la influencia de estos aspectos: el café Els Quatre Gats, al que acudió con frecuencia desde 1899, fue como una eficientísima universidad informal. Ahí se relacionó Picasso con los artistas e intelectuales más interesantes de la ciudad (Isidro y Joaquín Sunyer, Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Manolo, Ramón Reventós, Eugenio d'Ors...) y entabló amistad con personajes entrañables como los hermanos Ángel y Mateu Fernández de Soto, Carlos Casagemas o Jaime Sabartés. La camara­dería de estos dos últimos tendrá, como veremos, impor­tantes consecuencias en la vida y en la obra ulterior de Pa­blo Ruiz Picasso.
Se conservan muchos dibujos y testimonios de aquel momento: unos trabajos (como el del menú de Els Quatre Gats) revelan su adhesión a la estética del art nouveau, pero otros (como ciertos retratos al carboncillo o el muy conocido óleo con la efigie de Pedro Mañach), muestran un estilo severo, firme y geometrizante, más próximo a la estética vienesa de la Secesión. Es obvio que Picasso está tanteando las posibilidades de diferentes lenguajes plásti­cos: algunas subvariantes estilísticas le duran muy poco, unos meses tal vez, pero lo normal es que alterne o simul­tanee a discreción dos o tres modos expresivos. Aunque éste es un comportamiento normal entre los artistas principiantes, es interesante constatar cómo se convirtió en una «toma de partido» consciente para Pablo Picasso cu­yos cambios constantes de dirección a lo largo de toda su carrera le habrían llevado a reconocerse, mucho más tar­de, como un caso singular: «Quizás en el fondo —dijo— yo sea un pintor sin estilo. Con frecuencia el estilo es algo que fija-al pintor en la misma perspectiva, en la misma téc­nica, en las mismas formulaciones año tras año, a veces toda la vida. Se le reconoce de inmediato, ya que es siem­pre el mismo traje o el mismo corte de traje. Con todo, hay grandes pintores con estilo. Yo personalmente no soy nada ortodoxo, soy más bien un "salvaje" (...) No me su­jeto a reglas, y por eso no tengo estilo.»
Dos modos de expresión de tipo postimpresionista des­tacan, en estos momentos, en la obra de Picasso: uno de ellos acusa la influencia de Renoir y de Toulouse Lautrec, y se manifiesta en cuadros como Le Moulin de la Galette o Frenesí” (ambos de 1900). El otro, con pinceladas breves y vehementes, más deudor del puntillismo y de Van Gogh, se aprecia bien en La Nana”, “La bebedora de ajenjo”, “Pierreuse” (todos ellos de 1901), etc. Mientras tanto se en­cuentra ya plenamente inmerso en su famosa «época azul», pintando la primera serie coherente de obras que le dará fama universal.
Conviene, antes de hablar de esto, mencionar el viaje de Picasso a París en el mes de octubre del año 1900. Se marchó acompañado por Carlos Casagemas, y ambos se instalaron en el estudio de su compatriota Nonell, en Montparnasse. No fue un periodo fehz. Aunque a Pablo no le fue del todo mal (vendió algunos cuadros a Berthe Weill y el marchante Pedro Mañach le ofreció un contra­to con una paga mensual de 150 francos), Casagemas se enamoró desesperadamente de una modelo (Laure Gargallo, conocida como Germaine). Ambos amigos regresaron a España, en diciembre, con el propósito de que Carlos pudiera olvidar su infortunio sentimental.
Comenzaron el nuevo siglo en Málaga, que seguía sien­do una ciudad recurrente para el joven pintor, pero la «alegría» de las mujeres andaluzas no pudo vencer a los recuerdos de Germaine. Casagemas regresó a Francia. El 17 de febrero su amor no correspondido le llevó al suici­dio en un café de París. Fue un golpe terrible para Pablo, que evocó la tragedia de su amigo en varios cuadros rea­lizados en el verano de 1901: en uno de ellos (Musée Pi­casso, París) se ve el rostro del difunto de perfil, ilumina­do por una enorme vela de la que salen violentos rayos verdes, rojos y amarillos; el recuerdo de Van Gogh está presente. Pero la pintura más famosa de esta serie, Evoca­ción”. “El entierro de Casagemas”, está ya claramente en otra galaxia estética: se trata de una complicada alegoría sobre la muerte, los placeres de la vida y la gloria, con el lamen­to por el difunto en la parte baja y una exaltación del amor en la zona celestial. Es obvio que Picasso recogió aquí las lecciones de El Greco, y muy en especial de El entierro del Conde de Orgaz. La variada gama cromática que se encuentra en otras obras coetáneas se ha reducido aquí, casi exclusivamente, a distintos matices de azul.
Para entender mejor lo del color predominante vea­mos los temas que pintó una y otra vez en el período comprendido entre 1900 y 1903, aproximadamente: re­tratos melancólicos de pintores o poetas bohemios (tam­bién autorretratos); prostitutas solitarias; mendigos (con frecuencia ciegos) y seres con alguna deformidad física; mujeres pobres con niños pequeños; parejas de amantes con aspecto triste y desconsolado, etc. Se ha sugerido que Picasso pudo haber padecido entonces una enfermedad «secreta» como la sífilis, cuya secuela extrema más grave (especialmente para un pintor) era la ceguera. Pero no hace falta explicar con consideraciones autobiográficas el patetismo de tales pinturas, pues ese universo temático era compartido en parte por otros artistas del momento (pién­sese en Nonell o en los primeros expresionistas finisecula­res como Edvard Munch). Parece que había una cierta clientela para estas obras que tantos «buenos sentimientos» han inspirado en las élites burguesas bienpensantes.
¿Dónde estaba, pues, su novedad? La influencia espa­ñola de El Greco se hacía palpable en el alargamiento de los miembros, en los desgarrones cromáticos, y en la su­puesta espiritualidad de tan ascéticos personajes. Pero no explica por sí sola el empleo del color azul que acentuaba la sensación de tristeza y frialdad. Este deseo de reforzar un sentimiento mediante la eliminación consciente y siste­mática de los tonos que podrían distraerlo, tiene una im­portancia mayor de lo que parece a primera vista. El cine primitivo lo utilizó, con aquellas secuencias coloreadas de amarillo o de rosa (escenas sentimentales), de rojo (bata­llas), o de verde y azul (terror, tristeza). Pero fue Picasso, tal vez, el único pintor que se sirvió siempre de este recur­so tan antinaturalista pero tan eficaz desde el punto de vis­ta psicológico: a la época azul le sucedió la rosa, y luego la negra ulterior a Las señoritas de Aviñón”; el color gris-pardo del cubismo analítico continuaría esta tradición, y lo mismo cabe decir del violento blanco y negro de Guernica”. Parece que no supo o no quiso prescindir de que un acento intelectual-emocional predominante anduviera asociado a una cierta unidad cromática.

Desemperats. Madre e hijo

El entierro de Casagemas

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