martes, 8 de mayo de 2012

Picasso - El compromiso II


Cuando acabó la Segunda Guerra Mundial el compro­miso político de Picasso se concretó mucho más y se hizo manifiesto. Durante la ocupación había vivido rodeado y animado por un grupo selecto de intelectuales críticos (Eluard, Desnos, Leiris, Sartre...) que valoraban mucho la aportación de los comunistas a la resistencia antifascista. Ellos leyeron en un acto semipúblico (19 de marzo de 1944) el drama del artista titulado El deseo atrapado por la cola, un texto en clave sobre las miserias de la Francia ocupada que no deja de recordar, por su tono esperpénti­co y estrafalario, a las dos planchas de Sueño y mentira de Franco. Es otro medio expresivo, cierto, pero parece que en ambos casos pretendió seguir la senda surrealista sin dejar de ser fiel a la tradición del iberismo desgarrado.
La recuperación de la libertad tuvo algunas consecuen­cias inesperadas. La vanguardia, tan atacada por los na­zis, aparecía ahora glorificada, y Pablo Picasso emergía como el héroe artístico indiscutible del siglo XX. El Museo de Arte Moderno de Nueva York (a donde fue a parar el Guernica durante algún tiempo) lograba sus primeros éxi­tos propagandísticos al conseguir que se identificara con los valores democráticos a la estética que había venido di­fundiendo desde hada más de una década. Pero nunca dejó Picasso de poner en una situación incómoda a sus propios seguidores, y para corroborarlo una vez más se afilió al Partido Comunista.
La guerra fría complicó las cosas. ¿Cómo era posible exaltar a Picasso como quintaesencia de la libertad del arte democrático y sostener, a la vez, que el comunismo era la negación radical de esos valores? ¿No fue acaso este artista el autor de un retrato glorificador de Stalin y de al­gunos carteles propagandísticos de diversas iniciativas comunistas? Pero éste era un problema de los demás. Ya he­mos dicho muchas veces que Picasso era especialista en sobrellevar (y en fomentar) la contradicción. No lo sabre­mos nunca con certeza, pero puede que sintiera una íntima satisfacción al conocer la incomodidad que causaba a algunos jerarcas comunistas su ambigua y extraña militancia en el partido de la «clase obrera».
Y es que Picasso no era un trabajador, sino un mito. Los museos y coleccionistas se disputaban sus obras. Todo el mundo quería ver a aquel personaje inmensa­mente rico y famoso que tan claramente hacía ley de su españolísima «real gana». No fue, desde luego, un militante comunista ordinario, sino un importante compañe­ro de viaje que se prestó de buena gana a ser utilizado con fines propagandísticos. Tal vez así lavaba de algún modo su mala conciencia. ¿No era el denostado mundo capitalista, a fin de cuentas, el que había levantado su au­reola y sostenía su impresionante tren de vida? Picasso vivía como un príncipe, con lujosos automóviles (se hizo legendario su Hispano Suiza, otro detalle «español» que no debemos pasar por alto), sirvientes, mansiones gigan­tescas, y veraneos en la costa mediterránea. Sus denun­cias pictóricas pudieron ser para él una manera muy personal de mantenerse anclado a sus orígenes, a ese pueblo más o menos mitificado con el cual quería seguir siendo identificado.
Pero la poderosa fuerza persuasiva de Guemica nunca más sería alcanzada. Falta convicción en otros empeños monumentales ulteriores como El osario (1944-45) o Ma­tanza en Corea (1951). La composición de este último cuadro está dividida en dos mitades: a la derecha el pelo­tón de fusilamiento, compuesto por un grupo de hombres desnudos pero cubiertos con cascos metálicos, como de soldadores, o de raros uniformes militares extraídos de una película de marcianos; a la izquierda, varias mujeres y niños, desnudos e indefensos, esperan la muerte inexo­rable entre el pavor y la serenidad. Los seres del primer grupo, los verdugos, no tienen rostro, pero las víctimas sí. Es obvio que aquí se citaba a los Fusilamientos de Goya, aunque yo creo que la composición que más se parece a ésta es el Fusilamiento de Torrijos en las playas de Mála­ga, de Antonio Gisbert, un gran cuadro liberal de nuestro siglo XIX que Picasso debió admirar mucho en Madrid. ¿No había vivido acaso toda su infancia malagueña frente a esa plaza de la Merced donde se alzaba (y se alza toda­vía) el monumento a Torrijos y a sus compañeros?
También son alegorías comprometidas los murales del llamado «Templo de la paz», de Vallauris (1952). Se tra­ta de dos enormes óleos rectangulares de diez metros de longitud por cuatro y medio de alto, pintados sobre lámi­nas de fibra pretensada, y que fueron instalados frente a frente, unidos por el lado superior, en el espacio aboveda­do de un edificio medieval. Uno de ellos representa La guerra y el otro La paz. En ambos vemos los grandes pla­nos de color y el lenguaje descoyuntado heredero del cu­bismo decorativo. Otros símbolos pueblan, sin embargo, estas inmensas superficies: un carro militar, tirado por ne­gros caballos que pisotean un libro, se destaca, en La gue­rra, sobre unas siniestras siluetas asesinas. Se enfrenta a ellos, a la izquierda, la imagen heroica de un guerrero con la balanza de la justicia y un escudo donde resplandece la paloma de la paz.
El simétrico panel opuesto es un cántico a la vida y a la libertad: hay mujeres desnudas bailando, un tocador de flauta, cometas, una maternidad, seres que esculpen o di­bujan, árboles frutales (naranjo y vides), y un niño aran­do la tierra con un caballo alado. Es, casi, un anti-Guenica: Picasso continuaba cultivando el viejo mito anarquista de la felicidad al igual que lo habían representado otros pintores finiseculares como Signac (En el país de la armo­nía) o su admirado Matisse (con Lujo, calma y voluptuosi­dad y Bonheur de vivre, entre otras obras).
Es obvio que el anciano feliz de los años cincuenta veía un contenido político en esas representaciones mitológicas de la inocente «Edad de Oro». Nunca creyó en la represión ni en las convenciones de la moral burguesa. Los faunos y pastores, los centauros y las bacantes (como en La alegría de vivir, de 1946, en el mismo Museo de Antibes) conti­nuaban manifestando de alguna manera el deseo surrea­lista de superar las odiosas limitaciones de un mundo en el que resulta imposible el disfrute de los instintos más primarios. Picasso parecía ilustrar las tesis del escritor marxista Ernst Bloch para quien el arte se equipara al pensamiento utópico por su promesa ilimitada de felicidad.

La guerra

La paz

La alegría de vivir

Masacre en Corea

El osario


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