Cuando acabó
la Segunda Guerra
Mundial el compromiso político de Picasso se concretó mucho más y se hizo
manifiesto. Durante la ocupación había vivido rodeado y animado por un grupo
selecto de intelectuales críticos (Eluard, Desnos, Leiris, Sartre...) que
valoraban mucho la aportación de los comunistas a la resistencia antifascista.
Ellos leyeron en un acto semipúblico (19 de marzo de 1944) el drama del artista
titulado El
deseo atrapado por la cola, un texto en clave sobre las miserias de la Francia ocupada que no
deja de recordar, por su tono esperpéntico y estrafalario, a las dos planchas
de Sueño y mentira de Franco. Es otro medio
expresivo, cierto, pero parece que en ambos casos pretendió seguir la senda
surrealista sin dejar de ser fiel a la tradición del iberismo desgarrado.
La
recuperación de la libertad tuvo algunas consecuencias inesperadas. La
vanguardia, tan atacada por los nazis, aparecía ahora glorificada, y Pablo
Picasso emergía como el héroe artístico indiscutible del siglo XX. El Museo de
Arte Moderno de Nueva York (a donde fue a parar el Guernica durante algún
tiempo) lograba sus primeros éxitos propagandísticos al conseguir que se
identificara con los valores democráticos a la estética que había venido difundiendo
desde hada más de una década. Pero nunca dejó Picasso de poner en una situación
incómoda a sus propios seguidores, y para corroborarlo una vez más se afilió al
Partido Comunista.
La guerra
fría complicó las cosas. ¿Cómo era posible exaltar a Picasso como quintaesencia
de la libertad del arte democrático y sostener, a la vez, que el comunismo era
la negación radical de esos valores? ¿No fue acaso este artista el autor de un
retrato glorificador de Stalin y de algunos carteles propagandísticos de
diversas iniciativas comunistas? Pero éste era un problema de los demás. Ya hemos
dicho muchas veces que Picasso era especialista en sobrellevar (y en fomentar)
la contradicción. No lo sabremos nunca con certeza, pero puede que sintiera
una íntima satisfacción al conocer la incomodidad que causaba a algunos
jerarcas comunistas su ambigua y extraña militancia en el partido de la «clase
obrera».
Y es que
Picasso no era un trabajador, sino un mito. Los museos y coleccionistas se
disputaban sus obras. Todo el mundo quería ver a aquel personaje inmensamente
rico y famoso que tan claramente hacía ley de su españolísima «real gana». No
fue, desde luego, un militante comunista ordinario, sino un importante compañero
de viaje que se prestó de buena gana a ser utilizado con fines propagandísticos.
Tal vez así lavaba de algún modo su mala conciencia. ¿No era el denostado mundo
capitalista, a fin de cuentas, el que había levantado su aureola y sostenía su
impresionante tren de vida? Picasso vivía como un príncipe, con lujosos automóviles
(se hizo legendario su Hispano Suiza, otro detalle «español» que no debemos
pasar por alto), sirvientes, mansiones gigantescas, y veraneos en la costa
mediterránea. Sus denuncias pictóricas pudieron ser para él una manera muy personal
de mantenerse anclado a sus orígenes, a ese pueblo más o menos mitificado con
el cual quería seguir siendo identificado.
Pero la
poderosa fuerza persuasiva de Guemica nunca más sería
alcanzada. Falta convicción en otros empeños monumentales ulteriores como El
osario (1944-45)
o Matanza en Corea (1951). La
composición de este último cuadro está dividida en dos mitades: a la derecha el
pelotón de fusilamiento, compuesto por un grupo de hombres desnudos pero
cubiertos con cascos metálicos, como de soldadores, o de raros uniformes
militares extraídos de una película de marcianos; a la izquierda, varias
mujeres y niños, desnudos e indefensos, esperan la muerte inexorable entre el
pavor y la serenidad. Los seres del primer grupo, los verdugos, no tienen
rostro, pero las víctimas sí. Es obvio que aquí se citaba a los Fusilamientos
de Goya,
aunque yo creo que la composición que más se parece a ésta es el Fusilamiento
de Torrijos en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert, un gran cuadro liberal de
nuestro siglo XIX que Picasso debió admirar mucho en Madrid. ¿No había vivido
acaso toda su infancia malagueña frente a esa plaza de la Merced donde se alzaba (y
se alza todavía) el monumento a Torrijos y a sus compañeros?
También son
alegorías comprometidas los murales del llamado «Templo de la paz», de Vallauris (1952). Se trata de dos enormes
óleos rectangulares de diez metros de longitud por cuatro y medio de alto,
pintados sobre láminas de fibra pretensada, y que fueron instalados frente a
frente, unidos por el lado superior, en el espacio abovedado de un edificio
medieval. Uno de ellos representa La guerra
y el otro La
paz. En ambos
vemos los grandes planos de color y el lenguaje descoyuntado heredero del cubismo
decorativo. Otros símbolos pueblan, sin embargo, estas inmensas superficies: un
carro militar, tirado por negros caballos que pisotean un libro, se destaca,
en La guerra, sobre unas
siniestras siluetas asesinas. Se enfrenta a ellos, a la izquierda, la imagen
heroica de un guerrero con la balanza de la justicia y un escudo donde
resplandece la paloma de la paz.
El simétrico
panel opuesto es un cántico a la vida y a la libertad: hay mujeres desnudas
bailando, un tocador de flauta, cometas, una maternidad, seres que esculpen o
dibujan, árboles frutales (naranjo y vides), y un niño arando la tierra con
un caballo alado. Es, casi, un anti-Guenica:
Picasso
continuaba cultivando el viejo mito anarquista de la felicidad al igual que lo
habían representado otros pintores finiseculares como Signac (En
el país de la armonía) o su admirado Matisse (con Lujo,
calma y voluptuosidad y Bonheur
de vivre, entre
otras obras).
Es obvio que
el anciano feliz de los años cincuenta veía un contenido político en esas
representaciones mitológicas de la inocente «Edad de Oro». Nunca creyó en la
represión ni en las convenciones de la moral burguesa. Los faunos y pastores,
los centauros y las bacantes (como en La
alegría de vivir, de
1946, en el mismo Museo de Antibes) continuaban manifestando de alguna manera
el deseo surrealista de superar las odiosas limitaciones de un mundo en el que
resulta imposible el disfrute de los instintos más primarios. Picasso parecía
ilustrar las tesis del escritor marxista Ernst Bloch para quien el arte se
equipara al pensamiento utópico por su promesa ilimitada de felicidad.
La guerra |
La paz |
La alegría de vivir |
Masacre en Corea |
El osario |
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