Apoteosis del pintor-mirón
Sabemos que, entre agosto y diciembre de
1957, encerrado en su estudio de La Californie (Carmes), hizo cincuenta y ocho
cuadros, de distintos tamaños, inspirados en la célebre pintura de Velázquez
(donados luego por el artista, como homenaje a su amigo y secretario Sabartés,
al Museo Picasso de Barcelona). El primero de ellos, que es también el más
grande (194 x 260 cms.), nos muestra el conjunto de la escena velazqueña en un
cuadro apaisado y monocromático con una gama de grises azulados, blancos y
negros que recuerda, salvando las distancias, a Guernica.
Lo más interesante es el enorme papel que
asume la figura de Velázquez. Lo que era casi marginal en el cuadro original
alcanza un claro protagonismo en la versión picassiana. Poco cuentan la infanta
y sus sirvientas en primer plano, los reyes reflejados en el espejo, el
aposentador que entra (o sale) por la puerta del fondo, ni la estancia, ni el
perro: el verdadero protagonista es el pintor que reordena todo con su mirada,
y compone (o destruye) la realidad con su pincel. El artista como mirón y
demiurgo, como dios todopoderoso en el universo del arte.
Es curioso pero no incoherente que, una vez
establecida esta especie de declaración de principios, la figura de Velázquez
tienda a desaparecer (sólo se le ve, mucho más camuflado, en otros tres lienzos
de conjunto). Picasso se dedica a reinterpretar fragmentos de la obra, y muy
especialmente a las figuras del primer plano, empleando generalmente un
colorido brillante, suntuoso, como si dialogara también a su manera con la
pintura última de Matisse. Creo que esto es muy congruente con sus más
importantes descubrimientos anteriores: ¿No parecía exigir la descomposición
cubista esta multiplicación casi infinita de variaciones sobre cualquier
aspecto de la realidad?
Picasso simultaneó la ejecución de estos
lienzos con la vista insistentemente repetida (hasta diez veces) de una ventana
con palomas a través de la cual se ve el azul del cielo y el mar de Cannes: era
su propio estudio. Para entender esta nueva duplicidad temática conviene
constatar la similitud compositiva entre ambas series. Los nidos de las
palomas, a la izquierda, coinciden con la verticalidad del pintor y de su
lienzo en Las meninas; las
palomas del primer plano, posadas en el balcón, se identificarían con la
infanta y sus sirvientas; el fondo abierto, con su resplandeciente
luminosidad, se puede asociar, en fin, con la amplia estancia velazqueña y la
puerta que abre el aposentador. O sea, dicho de otra manera: el taller de
Velázquez frente (igual) al de Picasso. Mientras en aquél había reyes e
infantas, enanos, perros y sirvientes, en éste se arrullan las palomas.
Estas eran, no lo olvidemos, viejos emblemas
de Picasso. Su padre y él las habían pintado en su lejana infancia malagueña.
Una de ellas, litografiada en 1949, había sido elegida por Aragón para el
cartel del Congreso por la Paz ,
y se reprodujo tanto que llegó a convertirse en un símbolo universal. También
puso el nombre de Paloma a su segunda hija, nacida el 19 de abril de ese mismo
año. Era, sin duda, para Picasso, un animal femenino, contrapuesto de algún
modo al Minotauro, así que eso del artista (Picasso) mirando-pintando las
palomas y el mar, ¿no equivalía, de algún modo, al tema del pintor
(Velázquez-Picasso) y su(s) modelo(s)?
Creo que esta hipótesis se confirma directamente
con una constatación cuantitativa. Aunque todos sus diálogos con los artistas
del pasado son importantes, debemos reconocer que el gran asunto en la pintura
del Picasso viejo fue el desnudo femenino. No se trata de mujeres en general,
sino de imágenes concretas de Jacqueline (y de otras modelos), y de ahí que sea
imposible en muchos casos diferenciar tales obras de otros «retratos» más o
menos convencionales. Son imágenes tan suntuosas, y exhiben tan ostentosamente
los atributos del deseo, que es difícil encontrar en toda la historia del arte
algo similar. El mirón-artista aparece con frecuencia dentro de las obras, contemplando
esos cuerpos, entregándose con golosa complacencia a esa postrera forma de
posesión amorosa que es la simple mirada admirativa y deseante.
Es un arte tierno y patético a la vez. Habla
de la persistencia inconmovible, hasta el último suspiro, de la pulsión
amorosa. Pero también testimonia la tragedia de la decadencia física, la cruel
impotencia de la vejez. Nada como esta ambigüedad (o duplicidad
de intenciones, nuevamente, si así lo
queremos) para demostrar la total coherencia de tales trabajos con la línea de
conducta más constante en la obra de Picasso.
Ya hemos visto que siempre aludió a los
grandes asuntos de la existencia humana deleitándose en su paradójica
ambivalencia: el amor y la violencia, el deseo y la muerte, la intimidad
personal y los grandes impulsos colectivos... Eligió para ello lenguajes muy
variados, prácticamente contrapuestos. Nadie le discute ya el haber inventado
lo más significativo de la pintura moderna, condicionando así, de un modo
inexorable, el trabajo de todos los artistas (pintores, escultores y
arquitectos) del siglo XX. En su vida y en su obra se conciliaron los extremos
imposibles. Pasará todavía mucho tiempo, seguramente, antes de que la humanidad
pueda digerir el complejísimo legado de un artista semejante.
Pablo Picasso murió en Mougins el 8 de abril
de 1973, seis meses antes de cumplir los noventa y dos años. No hacía mucho que
su amigo, el poeta Rafael Alberti, había escrito sobre él unos versos que bien
podemos adoptar ahora como resumen y epitafio:
“Tú dominas el siglo.
Si resbalas los ojos desde arriba,
desde esa alta colina donde hoy vives,
verás
el mar, el mar por ti creado,
bajar
de ti, subir a ti en constante,
perpetua
pleamar ilimitada”.
El pintor y su modelo |
El beso |
Autorretrato - 1972 |
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