En dos
ocasiones Magritte introdujo un giro significativo en su manera de pintar, como
quien revuelve con un palo las aguas calmas de un estanque introduciendo así
síntomas de perturbación. La primera es en 1943, techa en la que realiza unos
pocos cuadros en los que la factura prieta, neutra y objetiva es sustituida por
imágenes restallantes de color, construidas con la pincelada suelta y matérica
de los cuadros de Renoir en su última etapa. El aparato retórico es el mismo,
lo que cambia son los criterios con los que las imágenes pasan al lienzo. Es
importante tener en cuenta que esta opción por motivos alegres y celebradores
de la vida se da en plena Segunda Guerra Mundial, en contraste con una realidad
más bien sombría. Es como si el pintor sometiera su obra a una prueba de
fuerza, mostrando que también sobre ese tipo de figuración es posible
encontrarle el revés de la trama al universo que nos rodea. Una vez satisfecho
el objetivo, Magritte vuelve a los procedimientos habituales, que sólo
abandonará brevemente en algunas obras de 1948, en lo que se conoce como
período vache.
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