Los
ecos de la Pintura
europea
Dos
acontecimientos determinaron la vocación artística de Kandinsky en 1895: una
representación de Lohengrin, de Wagner, y el impacto que le produjo el cuadro
Montón de heno, de Glaude Monet, en una exposición impresionista en Moscú. Si
el primero apunta la temprana vinculación de la pintura a la música, el
segundo prefigura el futuro de una pintura no figurativa. Lo que impresionó a
Kandinsky fue, precisamente, que no pudo reconocer el tema del cuadro, a pesar
de lo cual le cautivó. "Inconscientemente -escribió más tarde- se
desacreditaba al objeto como elemento pictórico inevitable". No es de
extrañar que sus primeros pasos en la pintura acusen la influencia del color,
impresionista primero, y fauve después. En París, donde expuso en 1907, pudo
ahondar en el conocimiento de la obra de muchos de estos pintores, a los que
luego invitaría a las exposiciones de Phalanx, entre 1901 y 1904 -Monet,
Signac, Valloton, Toulouse-Lautrec- y, sobre todo, de la NKVM, donde colgaron obras
Braque, Derain, Van Dongen, Le Fauconnier, Picasso, Rouault y Vlaminck.
Ciudad
vieja II, 1902.
La suave luz del
atardecer tiñe de poesía esta vista de Rothenburg, cuyos volúmenes netos y
precisos recuerdan, sin embargo, la pintura de Cézanne. La técnica, de pequeñas
pinceladas llenas de materia, como pequeños grumos de color, tiene algo del
detallismo preciosista que puede verse en muchos pintores de la época, desde
Corinth hasta secesionistas vieneses como Klimt.
Kochel.
Cascada I, 1900.
La idea del paisaje
entendido como "estado de ánimo" es de estirpe romántica. Kandinsky
podía haberla tomado tanto de la pintura rusa del XIX como de los paisajistas
franceses de la Escuela
de Barbizon. Su manera inmediata de reflejarlo en la tela, con pinceladas
rápidas y muy empastadas, revela sin embargo la influencia del impresionismo
tardío que sacudió su ánimo en la exposición moscovita de 1895.
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