El
siglo XX se ha constituido en un Parnaso para los conspiradores de la realidad.
En las artes, en la pintura y la literatura particularmente, los vetustos
principios del siglo pasado, miméticos de lo real, han sido desestimados en la
búsqueda pertinaz por desautomatizar la percepción. Sabido es que todo canon
del arte –por revolucionario que hay sido su germen- termina por habituar los
sentidos, hurtando sensibilidad a los espectadores.
A
comienzos de este siglo, crispados por la experiencia de la modernidad, los
poetas de vanguardia levantan una bandera contra la razón. Es preciso dotar a
las letras de un sentido nuevo, que confronte la lógica positiva, esa certeza
del conocimiento fundado en lo tangible. Sólo es posible alcanzar el Absoluto
por el camino inverso: el azar, cuya fabricación en lo real resulta arbitraria
pero otorga al espíritu la cuota propicia de emociones. Emociones reñidas con
la representación especular del universo, emociones que reclaman una ruptura
con los espacios materiales.
Paralelamente
en la pintura, las semillas del arte abstracto comienzan a esparcirse. Vassily
Kandinsky, pintor ruso nacido en Moscú en 1866, emprende por esos tiempos la
revolución pictórica que lo constituiría en un precursor indiscutido de la
pintura efusionista, lírica y neoimpresionista.
Obstinado
por el deseo de una evolución espiritual en la pintura y, por extensión, en
todas las artes, proclama y ejercita un abandono progresivo del mundo visible.
La pintura figurativa, meramente emuladora de lo real, se presenta como prisión
para el artista que obedece la ley de necesidad interior. No pueden
existir fórmulas para el arte, únicamente es posible saciar los dictámenes del
deseo interior. El espíritu es el rector que legitima los trazados en el
lienzo. Sin su facultad, toda obra estará inanimada eternamente “como un niño muerto
antes de ver la luz”.
El
presente texto, escrito en 1910 pero también publicado en 1912 en Munich,
concentra toda la poética de Kandinsky. Poética que hace alianza con el
discurso filosófico, ya que para este pintor no existía disociación entre los
asuntos humanos y los asuntos artísticos: la evolución del arte reclama una
revolución espiritual en el hombre.
Haciendo
eje en la ley de necesidad interior, Kandinsky analiza en el texto el estado
del arte y sus potencias latentes, y teje filiaciones entre el discurso
pictórico y el musical principalmente. Capturado por la noción de
espiritualidad que compromete a la música –arte inmaterial por excelencia-
construye un paralelo que intenta y logra socavar los andamiajes de la pintura
figurativa. Los objetos se diluyen convertidos en meros soportes de los
colores.
El
texto se gesta a un tiempo como síntesis y programa de trabajo, ya que no será
sino hasta el período final de su obra que acontezca la eliminación total del
mundo perceptible.
Munidos
de un lirismo sonoro, loe entes cromáticos le permiten perpetrar, cosidos en un
anillo que alberga al infinito, la devastación de la materia que tanto ha
escandalizado a los abogados de la razón.
Carlos Alberto Samonta
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