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Kandinsky pasa por ser el fundador de la pintura abstracta, y cualquier
valoración de su importancia relativa en la historia del arte contemporáneo
parte necesariamente de ese hecho. Como suele ocurrir en estos casos, la
literalidad del dato es discutible: la mayoría de los estudiosos se inclinan a
pensar que la pequeña acuarela de 1910 a la que se atribuye ese honor inaugural
es posterior a ese año. También son frecuentes los ejemplos aislados de pintura
no representativa anteriores a 1913 e incluso a 1910, pero son eso: ejemplos
aislados. Kandinsky fue, en efecto, el primer pintor que prescindió de la
representación de objetos y temas de la naturaleza de forma programática, el
primero que entendió la renuncia a la figuración como medio necesario para
llegar a una pintura pura.
Antecedentes
Por
otra parte, no toda la abstracción contemporánea proviene de Kandinsky. Su
propuesta es simultánea a la de otras vanguardias anteriores a la segunda
Guerra Mundial –constructivismo, suprematismo, neoplasticismo- que también
hicieron pintura no representativa, aunque más como un laboratorio de formas
para su aplicación a otras disciplinas artísticas que como fin en sí misma. La
gran corriente abstracta que domina el arte moderno entre 1945 y 1965, sobre
todo en los estados Unidos, tampoco desciende directamente de Kandinsky; los
antecedentes de J. Pollock, M. Rothko, W. de Kooning o, en Europa, K. Appel, no
están en los pintores abstractos de la primera vanguardia, sino en movimientos,
como el surrealismo o el fauvismo, que siempre se resistieron a prescindir de
la naturaleza.
Armonía
y contraste
Todo
ello no empaña la importancia fundamental de Kandinsky para el desarrollo del
arte moderno. Aunque no toda la abstracción provenga de él, sin su precedente
hubiera sido imposible. Su aportación mayor en ese sentido es la de haber legitimado la renuncia al motivo y,
con ella, la definitiva autonomía del cuadro respecto al orden de la naturaleza.
Esa es una de las grandes aspiraciones de la pintura moderna desde Picasso y
Matisse, e incluso desde antes, desde Cézanne y los impresionistas; no es
casual que fuera una pintura de Monet la que perturbara el ánimo de Kandinsky
en su juventud, ganándolo definitivamente para la causa de la pintura moderna.
La
obra de Kandinsky se distancia tanto de la imitación como de la mera
decoración. La distribución del color en el cuadro está guiada por principios
de armonía y contraste, como en la música, de forma que cada elemento
despierte una escondida vibración en el alma del espectador.
Kandinsky sigue así la tradición del romanticismo alemán y neoeuropeo; según
ella, la sustancia de todas las artes es
idéntica, sólo la forma las diferencia.
La
sinestesia
El
artista debe aspirar a reconstruir esa
obra de arte total, en la que lo
visual y lo auditivo se integran en una sola unidad que conforma
el alma del espectador. Kandinsky
toma estas ideas de la ópera de Wagner, desarrollando el principio de la sinestesia,
tan importante para el arte y la poesía moderna de principios de siglo.
La
sinestesia
consiste en definir equivalencias entre distintos órdenes perceptivos –imágenes y sonidos, olores y sabores-.
Kandinsky mantuvo siempre un vivo interés por la música sin el que no se puede
entender su pintura. El uso de términos musicales en los títulos de sus cuadros
–composición, improvisación, sonoridad- no es gratuito; responde a una
concepción sinestésica y trascendental del mismo, en el que los colores se
asocian a sonidos y armonías, por un lado, y a estados de ánimo, por otro.
Kandinsky resumió estas ideas en De lo espiritual en el arte (1911), un pequeño
tratado en el que se definen estas equivalencias entre colores y conceptos
–frío, calor, tranquilidad, excitación- que están en la base de su pintura. Las
ideas espiritualistas, derivadas de la teosofía y las ciencias ocultas,
desempeñan también un importante papel en la afirmación de estas convicciones
románticas.
Quizá
por su formación universitaria y académica, Kandinsky tuvo siempre una
inclinación por la teoría que le llevó a sistematizar su pensamiento artístico
en múltiples escritos. La conciencia de que estaba fundando una nueva pintura,
necesitada, por tanto, de explicaciones y justificaciones, le estimuló también
a ello. Su ejercicio como profesor en la Bauhaus –la escuela que intentó imbuir
el ideario de la vanguardia en la arquitectura y el diseño industrial de los
años veinte y treinta- provocó un ahondamiento de esta sistematización
apreciable en su pintura y en el libro Punto y línea sobre el plano (1926),
una especie de manual para sus clases. Su ideario tendría continuidad dentro de
la Bauhaus con las teorías de J. Albers acerca de la interacción del color, y
la propia obra de Kandinsky toma un sesgo más disciplinado y geométrico en
estos años. Sin embargo, el sentido último de sus cuadros sigue estando en esa atribución al color de condiciones
musicales y emotivas: “el color –dice Kandinsky- es un medio para
ejercer una influencia directa sobre el alma. El color es la tecla, el ojo es
el martillo templador; el alma es un piano con muchas cuerdas, y el artista, la
mano que, mediante una tecla determinada, hace vibrar el alma humana”.
Renovar
el arte
Kandinsky
aspiraba a hacer realidad la vieja aspiración romántica de la obra de arte total;
sus piezas teatrales y óperas, de títulos bien significativos –Sonoridad amarilla, Sonoridad verde (1909)-, así lo prueban. Entronca de esta forma con
el proyecto de la vanguardia de renovar
el arte para renovar al hombre, aunque la utopía de Kandinsky no es social
ni política, sino espiritual. Su objetivo final se cifra en lo que él llamaba “la mirada interior”, aquella que desvela el alma de las cosas.
Melania Rebull Trudel
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